Se requiere una reforma a fondo de la Procuraduría.
Como lo pudimos constatar el año pasado con la fallida reforma de la Justicia, los escándalos en la cúpula judicial, y las confrontaciones entre los organismos de control y la Fiscalía, algunas de las entidades creadas en la Constitución de 1991 han mostrado serias fallas de diseño. Si estos problemas no se corrigen podría colocarse en riesgo el crecimiento incluyente, en un ambiente de respeto al régimen de libertades, de que hemos disfrutado durante un buen número de años.
Respecto de la Procuraduría abundan las criticas sobre las normas que regulan la designación del Procurador General, la duración de su mandato y el repertorio de funciones que se le otorgan. Habiendo concluido su actuación en el caso del Alcalde Gustavo Petro, se abre un espacio nuevo de discusión de gran relevancia: si esas reglas están o no bien concebidas.
Estas son algunas sugerencias para corregir algunos de los problemas de la institución:
1. Cambiar el mecanismo de elección del Procurador
El Procurador es elegido por el Senado a partir de una terna que elaboran el Presidente de la República, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado.
Este mecanismo inexorablemente "politiza" la elección: el Senado es, por excelencia, un órgano politico. ¿Qué hacer para resolver este problema? No hay solución perfecta.
A nombre del Gobierno, De la Calle presentó a la Constituyente esta fórmula: que elija la Corte Suprema de terna elaborada por el Presidente; de esta manera se mitigaría la índole politica del nombramiento.
Esta opción podría quizás mejorarse disponiendo que la designación ocurra a mitad del periodo presidencial, cuando el presidente en ejercicio todavía no puede anticipar quién habrá de sucederlo.
En cualquier caso, el problema mayor consiste en la posibilidad de reelección indefinida de un funcionario que, como lo hemos podido apreciar, goza de un poder enorme no sometido a controles prontos y eficaces. Habría que prohibir su reelección, tal como está dispuesto con relación al Fiscal y el Contralor. La diferencia de tratamiento que hoy existe no se justifica; debe obedecer a un mero descuido de los constituyentes.
2. Sustraer a los funcionarios elegidos popularmente del poder disciplinario
En cuanto al ejercicio del poder disciplinario existe cierto consenso en que someter a los funcionarios de origen popular a la autoridad de quien carece de esa investidura, y, además, no es integrante del poder judicial, implica una inaceptable inversión de los valores democráticos.
Los representantes del Pueblo ante éste en primer lugar deben responder. Si cometen graves faltas podrían perder su investidura por fallo del Consejo de Estado; y si se les imputa la comisión de delitos deben comparecer ante la Justicia. Como estas reglas existen hoy, puede concluirse que convendría sustraer este grupo de funcionarios de la jurisdicción del Procurador.
Definido este punto surge otro de mayor envergadura: ¿se justificará que la Procuraduría ejerza directamente el poder disciplinario -contando para este objetivo con un ejército de funcionarios- sobre la totalidad de la administración del Estado en todos los niveles? No lo contempló así la administración Gaviria en su propuesta de reforma constitucional presentada a comienzos de 1991.
Su iniciativa consistía en que el poder disciplinario fuera considerado como parte de la función administrativa, tal como ocurre en muchas estructuras burocráticas, estatales y privadas, en distintas partes del mundo.
En este esquema, al Procurador le correspondería vigilar que los superiores jerárquicos ejerzan sus poderes disciplinarios, sancionándolos si no actúan con diligencia, y atrayendo para sí ciertas investigaciones importantes por su magnitud o la jerarquía de los presuntos responsables. Este esquema podría resultar mejor que el que hoy se aplica.
Podría temerse que este atenuación de las facultades disciplinarias de la Procuraduría debilite la lucha contra la corrupción, que es uno de los grandes males que padecemos, pues en ese propósito ella jugaría un papel esencial.
La verdad es que los actos corruptos que puedan cometer los servidores públicos suelen ser tanto faltas disciplinarias como delitos cuya investigación corresponde a la Fiscalía.
De este modo, el sistema que hoy tenemos implica una innecesaria y costosa duplicación de esfuerzos. Tanto la Procuraduría como la Fiscalía en muchos casos investigan los mismos hechos, aquella para imponer sanciones disciplinarias, esta para formular acusaciones ante la Justicia Penal.
Resultaría más económico, y posiblemente más eficaz, que la Justicia Penal gozara de las facultades necesarias para decidir sobre la responsabilidad disciplinaria como cuestión accesoria en los procesos penales relativos a las modalidades de delitos que impliquen corrupción.
3. Eliminar la intervención de la Procuraduría en los procesos judiciales.
Otra función de la Procuraduría que valdría la pena revisar es la que le ordena intervenir en una amplia gama de procesos judiciales. Los abogados que litigan nada dicen en alta voz (prudentes que son), pero por lo bajo suelen afirmar que esas actuaciones de la Procuraduría poco o nada aportan a la calidad o celeridad de los procesos.
Esta inanidad es notoria, por ejemplo, en los procesos penales: el ejercicio dialéctico que involucra a la Fiscalía que acusa, o, alternativamente, pide la preclusión de las investigaciones, de un lado; y a los jueces que velan por las garantías procesales, la responsabilidad de los imputados y la ejecución de penas, de otro, determinan que el papel de la Procuraduría sea superfluo.
Tal como sucede en muchos otros países, la rama judicial -la interacción de - jueces y fiscales- es suficiente para adelantar los procesos judiciales.
Si la calidad del sistema judicial es deficiente, como es ciertamente el caso en Colombia, la solución adecuada consiste en reformar la Justicia, no en mantener un costoso aparato no judicial paralelo -la Procuraduría- para que vele porque la administración de justicia sea adecuada y expedita.
Lo mismo puede decirse de su participación dentro de los procesos civiles o administrativos en los que participen entidades públicas.
En el orden nacional, y en buena parte también en el territorial, se trata de entidades de suficiente capacidad gerencial y jurídica para velar apropiadamente por sus intereses. Y cuando las dos partes en el litigio son estatales, lo cual es frecuente, la intervención de la Procuraduría es aun más extraña. ¿Cómo hace para defender el interés público y, al mismo tiempo, ser imparcial en la controversia?
Respecto de la rendición de conceptos de la Procuraduría en los procesos de control constitucional, podría decirse que, si bien en algún caso pueden haber aportado elementos de juicio valiosos, en general son una mera formalidad.
La verdad es que en los procesos de exequibilidad ante la Corte Constitucional suele haber amplia participación de todos los actores sociales relevantes, de tal manera que los elementos de juicio pertinentes llegan, efectivamente, a consideración de los magistrados.
Por lo tanto, mantener esta función en cabeza de la Procuraduría, en el mejor de los casos no hace daño, pero no contribuye a mejorar la calidad de los debates en el seno de la Corte Constitucional, los cuales, de ordinario, son de alto nivel intelectual. No tiene sentido consumir recursos fiscales valiosos en unas tareas de poca relevancia que podrían invertirse donde tengan mayor impacto.
4. La Procuraduría, ¿defensora de los intereses sociales?
Dice la Constitución que corresponde al Procurador "Defender los intereses de la sociedad". No es fácil discernir el alcance de esta facultad que aparece por vez primera en la Constitución que nos rige. Ella no estaba incluida en la propuesta presentada por De la Calle a nombre del Gobierno. Fue producto de la iniciativa de los constituyentes.
Infortunadamente, no existe -como consecuencia de una negligencia estatal inaudita- una versión electrónica de las actas de la Asamblea Constituyente de 1991 que permita, con el auxilio de un motor de búsqueda, indagar el origen de las instituciones básicas que nos gobiernan. (Se consiguen en la red "imágenes" o fotocopias virtuales que no facilitan las tareas de investigación ni la realización de citas bibliográficas).
El examen de las cartas políticas de Colombia como nación independiente tampoco aporta luces al respecto. Por vez primera el ministerio público aparece en la Carta de 1886. Allí se decía, en lo pertinente, que le corresponde velar por los intereses de la "Nación", que era -y sigue siendo- el ente administrativo central por oposición a las entidades territoriales.
Tratando de discernir el alcance de la tarea consistente en defender "los intereses de la sociedad", que se adscribe al Procurador, se advierte que el articulo 5 de la Carta dispone que "la familia" es "la institución básica de la sociedad".
De allí puede inferirse, en ausencia de otras normas, que el término ha sido tomado del lenguaje ordinario sin darle una connotación especial. La "sociedad" sería, por consiguiente, la colectividad mayor de la que todos hacemos parte y cuyo núcleo es la familia.
Ahora bien: si aceptamos que el Estado es la personificación politica y juridica de la sociedad, en rigor correspondería a todas las instituciones y funcionarios del Estado "Defender los intereses de la sociedad". No exclusivamente al Procurador General.
Mal puede ser competencia de uno solo lo que, en el contexto de sus atribuciones específicas, corresponde a todos. O dicho de otra manera: la esencia de la función pública consiste en velar por los intereses de la sociedad.
Para destacar la incoherencia de la omnímoda facultad, que al parecer corresponde al Procurador, es preciso destacar que, según el articulo primero de la Carta Política, Colombia es una república "pluralista": la sociedad es, sin duda, una sola pero los intereses sociales son múltiples y, de ordinario, entran en conflicto.
Trabajadores y empresarios, la Nación y las regiones, los empleados del Estado y los ciudadanos de a pie, los grupos frente a los individuos, etc, se encuentran en tensión permanente.
Para armonizar y dirimir esos conflictos, cuya naturaleza es política, existe la democracia representativa cuyo eje es el Congreso, en el cual, sin duda de manera imperfecta, confluyen los intereses de quienes colectivamente integramos el "Pueblo" o, si se prefiere, por cuanto la equivalencia es plena, la "Sociedad".
Ningún parlamentario individualmente considerado puede pretender que representa al Pueblo; aunque sí cabe predicarlo, a pesar de las contradicciones inevitables y deseables entre sus integrantes, del conjunto del Congreso cuyo origen -no se soslaye este punto esencial- es el sufragio popular.
El Presidente de la República, a cuya designación estamos convocados todos los ciudadanos, "simboliza la unidad nacional". Este atributo, que el artículo 188 de la Carta le adjudica, parece de menor calado que el que correspondería al Procurador como guardián tutelar de los intereses de la Sociedad.
Ser un emblema de la colectividad nacional luce menos importante que la capacidad de interpretar "erga omnes" al conjunto de los colombianos. Lo primero tiene un acento ceremonial; lo segundo denota, al menos en apariencia, la capacidad de adoptar decisiones con amplias repercusiones sociales.
La discusión que precede puede parecer meramente teórica. No lo es. Para demostrarlo resulta interesante la reciente reunión del Procurador General con el Fiscal de la Corte Penal Internacional.
A fines de noviembre, el Procurador General anunció que se reuniría con ella, tal como, en efecto, sucedió, “para señalar las preocupaciones que le asiste a la sociedad colombiana y a la Procuraduría como representante de la sociedad”, respecto de las implicaciones del proceso de paz que se adelanta en la Habana.
El mensaje es clarísimo: es el Procurador quien sabe - y lo sabe con certeza porque en cabeza suya radica la representación de la sociedad- si el contenido de un eventual pacto con los alzados en armas es conveniente para Colombia, compatible con el cabal funcionamiento del aparato judicial y adecuado para las víctimas del conflicto.
Transcurrida la visita a La Haya, "el Presidente le recordó al Procurador Ordóñez y a las "otras ramas del poder público" que el único que puede acudir a cortes internacionales a representar a la Nación es el Presidente de la República".
Para decirlo se apoya en el artículo 189 de la Constitución, según el cual a él corresponde "Dirigir las relaciones internacionales". A esta categoría correspondería la relación de la Procuraduría con un órgano judicial extranjero como lo es la Corte Penal Internacional.
¿Quien tiene la razón? Difícil decirlo. Si a pesar de una norma constitucional expresa y clara el Procurador General -quien ejerce hoy el cargo o cualquiera otro- puede intervenir autónomamente en las relaciones exteriores de la República, invocando una genérica potestad de velar por las conveniencias sociales, resultaría inevitable aceptar que ese alto funcionario cuenta con facultades omnímodas.
Tal conclusión repugna a los valores democráticos y a la noción de Estado de Derecho que se basa en la limitación del poder y en la definición rigurosa de sus fronteras.
Se trataría, por el contrario, de un virus totalitario que habría que combatir con energía.