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El dinero en la política: el hipócrita sistema colombiano

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Por Leopoldo Fergusson (@LeopoldoTweets)
 
Con un calendario electoral intenso en el 2014, que vivimos desde ya, sumado a la reciente no-noticia de la aspiración a la reelección de "Mr. Santos", parece pertinente preguntarse por el problema de la financiación de las campañas electorales. 
 
Es fácil demonizar la presencia de dineros privados en la política. Pero, al menos en teoría, cuando un candidato obtiene mucho dinero del sector privado se producen efectos contradictorios cuyo resultado neto no es obvio establecer. 
 
Una idea es que sólo los mejores candidatos (los más hábiles, capaces, y en consecuencia con mejores oportunidades de ganar las elecciones y convertirse en buenos gobernantes) logran obtener sumas importantes de dinero. Al fin y al cabo, reza esta lógica, ¿quién quiere financiar a un candidato incompetente o a uno que no tiene chance de llegar al poder? 
 
Los mejores candidatos, entonces, reciben más recursos y los emplean en publicidad electoral. En una versión extrema de esta teoría, las propagandas no deben transmitir ningún mensaje o argumento para convencer al elector. La publicidad no es más que "quemar dinero" en público. El jingle de fondo para el televidente desinformado es: “¡Vea usted toda la plata que conseguí! ¡Qué bueno que soy!”
 
Difícilmente este efecto domina la imagen que la mayoría de los electores tenemos del papel del dinero en la política. La razón de fondo es que, como en cualquier otro escenario, presumimos que el dinero busca un retorno. Las contribuciones de empresas o personas  a un candidato son una inversión. Sobre todo cuando se trata de empresas (o sus dueños), pensamos que la contribución se da a cambio de algo: en el mejor de los casos políticas o leyes favorables a la compañía o su sector, y en el peor abierto y corrupto favoritismo. En cualquier caso, el candidato con más dinero no es el mejor sino el más vendido. Resumió recientemente esta concepción Antanas Mockus cuando dijo que la independencia en política significa reducir la importancia del dinero, una ilusión romántica como la del que pretende conquistar una prostituta en lugar de pagarle
 
La regulación en distintos países para la financiación de campañas electorales (así como la referente al lobbying a los ya elegidos, aunque dejo este tema para otra ocasión) refleja hasta cierto punto cuánta prevención existe frente a este potencial efecto nocivo del dinero en la política. La mayoría de democracias occidentales imponen límites a la financiación privada de campañas, regulación sobre los gastos máximos, y financiación al menos parcial por parte del estado. 
 
Estados Unidos, en cambio, se destaca por una legislación particularmente permisiva frente a la presencia de dinero privado en la política. ¿Cuáles han sido las consecuencias? No es fácil establecerlo. Entre otras cosas porque cuando un congresista, por ejemplo, recibe apoyo de una compañía petrolera y promueve una ley que favorece al sector de los hidrocarburos, esto no es prueba de influencia indebida. No necesariamente la contribución “compró" la legislación. La causalidad puede ir en sentido contrario: el congresista, siempre convencido de la importancia estratégica de este sector productivo, impulsa una agenda que gana la simpatía de ciertos grupos que, en consecuencia, lo apoyan.
 
A pesar de estas dificultades empíricas, especialmente después de la crisis financiera reciente y la evidente falta de regulación, parece haber cierto consenso sobre los riesgos de la influencia de dineros privados en la política estadounidense. Una decisión que despertó especial polémica es el caso en 2010 de Citizens United contra la Comisión Federal Electoral (con un antecedente en 2010 en Buckley vs. Valeo). En esta decisión, la Corte Suprema consideró una violación a la libertad de expresión limitar los gastos en política de las corporaciones, asociaciones, o sindicatos. El resultado es que comités políticos conocidos como "Super PACs” pueden recaudar fondos ilimitados para gastarlos apoyando a ciertos candidatos, siempre y cuando el gasto sea “independiente” y no haya una “coordinación” con el candidato. Las críticas, serias y humorísticas, destacan la línea gris que implica coordinar o no con los candidatos, el riesgo que en aras de defender la libertad de expresión sólo se expresen las opiniones con más músculo financiero, y la relativa falta de transparencia sobre los verdaderos apoyos que produce esta regulación.
 
Con todo, al menos en el caso de los Estados Unidos hay un debate activo sobre el papel del dinero en las campañas electorales. Restando los problemas de falta de transparencia que acabo de reseñar como consecuencia de los Super PACs, la información sobre financiación de campañas es pública y es fácil acceder a ella, directamente con las autoridades electorales o a través de organizaciones que se ocupan de organizar la información disponible, clasificarla y difundirla (para elecciones federales y estatales). En consecuencia, es frecuente recibir información de los medios de comunicación, durante las campañas, sobre las fuentes de financiación de los candidatos. Los electores pueden ver, no sólo el jingle del candidato en campaña, sino quién aporta la plata para el jingle. Así, pueden hacerse una idea de los intereses que el candidato posiblemente defiende. Utilizando la riqueza de la información para los Estados Unidos, en este trabajo muestro que, en efecto, cuando un candidato parece capturado por las contribuciones de estrechos grupos económicos, los ciudadanos lo castigan en las urnas. 
 
El caso colombiano, de jure, no comparte con el modelo americano la permisividad frente a la presencia de dineros privados en la política. Nuestra legislación (vea exposiciones acá y acá) establece límites a los gastos de campaña, topes máximos de financiación por parte de los privados, y financiación estatal. En la práctica, sin embargo, es un secreto a voces que se violan constantemente los topes electorales, y las autoridades y ciudadanos desconocen la verdadera magnitud y origen de la financiación y gasto en campaña.
 
Es particularmente preocupante esta falta de transparencia en la información. Sin una verificación y publicidad efectiva es imposible que los electores vigilemos los apoyos a los candidatos y, en consecuencia, estos últimos lo piensen dos veces al aceptar ciertos apoyos. Inclusive los reportes (muchos presumiblemente amañados) que deben dar los candidatos con frecuencia no se presentan a tiempo. Y una vez presentados, si bien son publicados en el portal Cuentas Claras de la Registraduría, hasta hace muy poco el formato no podía ser menos amigable para el análisis. Es casi insólito que en la era de las tecnologías de información los números de gasto en campaña de los candidatos no se publiquen ampliamente en un formato más simple que permita a periodistas, ciudadanos, e investigadores hacer sumas, restas, y cruces de información. No. Si usted quiere hacer todo eso, hasta hace poco debía bajar los formatos en un documento que posteriormente debía digitar o convertir para poder hacer cualquier análisis. Por fortuna recientemente se añadieron los formatos en excel, algo para aplaudir, pero aún así el sistema sigue siendo engorroso: la consulta debe hacerse candidato por candidato, formato por formato, en vez de permitir el descargue masivo de datos.
 
Por ello no sorprende que en lugar de ser un tema discutido a profundidad con datos ciertos, la financiación de campañas en Colombia sea un tema de escándalo recurrente (o reciclado). Por supuesto hay excepciones, historias como esta de la Silla Vacía donde se detallan los financiadores de Santos, o esta otra de los candidatos a la alcaldía de Bogotá. Pero es más frecuente tener una imagen fragmentaria. Hace poco La Silla marcó a Pacific Rubiales como uno de los superpoderosos de la reelección. Dato importante. Pero insuficiente cuando el lector promedio entiende poco sobre el contexto general del dinero en las campañas presidenciales en Colombia.
 
Como están las cosas tenemos un sistema hipócrita. Uno donde los códigos dicen limitar la influencia del dinero privado en las campañas electorales, pero la práctica parece indicar todo lo contrario. Y donde el chisme sustituye al dato. Y el escándalo al análisis cuidadoso. 
 

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