Alejandro Ome, @alejandro_ome5
Con el inicio del año académico también comenzaron a asistir a clase los beneficiarios del programa Ser Pilo Paga (con algunos traumatismos en la entrega de recursos), una de las iniciativas del Ministerio de Educación que más atención ha recibido. El programa cubre el costo de la matrícula en cualquier universidad, pública o privada, a los bachilleres de bajos ingresos que obtengan los 10,000 puntajes más altos en el examen del Icfes. La iniciativa ha sido descrita como una “Revolución Educativa”, aunque también ha recibido algunas críticas.
El debate alrededor de las becas se ha centrado en si es mejor ampliar estos subsidios a la demanda o enfocarse en la oferta a través de la universidad pública. Realmente no hay evidencia para Colombia que demuestre que invertir en una es mejor que en la otra, por lo que el debate, no sorpresivamente, ha estado marcado más por ideologías que cualquier otra cosa.
Poca atención ha recibido el tema más fundamental de cuál debe ser el papel del Estado en la financiación de la educación superior, y cuáles son las implicaciones del diseño de estas becas. Becar basado en el puntaje del Icfes no pasa un examen serio de equidad, incluso si el programa está destinado sólo a familias de bajos ingresos. Ahora hay entusiasmo por la idea del joven de bajos recursos estudiando al lado del joven de altos recursos. Es, cómo no, una imagen que en sí misma sugiere una sociedad más equitativa en el futuro. Pero falta considerar la otra cara de esa moneda, la inequidad asociada a que el Estado le diga a otro joven que no, que para él no hay beca porque no le fue tan bien en el Icfes, lo cual muy probablemente es en buena parte responsabilidad del mismo Estado, que no ha sido capaz de universalizar atención en primera infancia y educación básica de calidad.
Privilegiar a los que les va bien en el Icfes asume implícitamente que la variabilidad que se observa en los puntajes corresponde principalmente al mérito o al esfuerzo de los jóvenes, cuando en realidad factores como la zona donde nacieron, las condiciones familiares o la calidad del colegio que les tocó pueden tener una importancia mucho mayor. El programa termina profundizando la inequidad que el Estado no ha podido aplacar durante la niñez y la adolescencia de muchas personas.
No es que el programa esté generando una nueva fuente de inequidad, ni mucho menos. Tampoco es una revolución. Es básicamente una extensión de lo que ha venido haciendo la universidad pública por décadas, recibiendo sólo a los mejores y subsidiando progresivamente a los estudiantes con menores ingresos. Esa minoría que ha tenido la fortuna de obtener títulos de universidades públicas ha observado, en general, mejores resultados en el mercado laboral que los individuos que no fueron tan afortunados, ¿no deberían contribuir a que más jóvenes de las siguientes generaciones tengan esa oportunidad?, ¿no deberían hacer lo mismo los 10,000 becados que logren alcanzar un título profesional?
Con el arraigo que tiene la universidad pública en Colombia, y con este nuevo programa de becas que profundiza la percepción del Estado como el llamado a pagar por la educación superior, es difícil imaginarse un escenario en el corto plazo en el que los que han podido ir a la universidad con dineros públicos le retribuyan al erario el costo de esa educación, al menos parcialmente. Este es el problema principal que tiene este programa, que nos aleja de ese necesario debate sobre quién, si el estudiante o el contribuyente, deben pagar por la educación superior.
Lo mínimo que se le puede pedir a una política educativa es que le ofrezca las mismas oportunidades a todos los niños y jóvenes. Una política educativa que realmente busca la igualdad en oportunidades no puede subsidiar a una minoría y dejar que el resto se las arregle como mejor pueda. En lugar de seguir profundizando las inequidades del sistema de educación básica, el Estado debería dedicarse en primer lugar a que todos los jóvenes logren graduarse de bachilleres, y segundo que una vez ahí todos tengan las habilidades cognitivas para escoger lo que consideren les convenga más, si ir a la universidad por un título profesional, optar por la educación técnica o cualquier otra alternativa. Esa debería ser la prioridad de un Estado que se toma en serio el discurso de darle las mismas oportunidades a todo el mundo.
Para lograr ese objetivo hay que aumentar el gasto en atención a primera infancia y educación básica, y reducir los subsidios a la educación superior (o por lo menos no aumentarlos). Hay dos razones principales por las que el Estado debe privilegiar el gasto en las primeras fases del desarrollo humano. La primera es obvia y es que por la naturaleza acumulativa del capital humano, el efecto que tiene la inversión en cada edad depende de lo que se haya invertido hasta ese punto, por lo que la productividad de inversiones en educación básica es inferior si se ha invertido poco en primera infancia y, así mismo, el efecto de invertir en educación superior es inferior si se ha invertido poco en primera infancia y educación básica y media. La segunda al parecer es menos obvia pero es todavía más contundente, y tiene que ver con lo que implica tener restricciones de liquidez según la edad que una persona tenga. En pocas palabras, mientras que para un niño es impensable conseguir un crédito para mejorar la educación que recibe, un joven que está por entrar a la universidad sí puede hacerlo. Las restricciones de liquidez son completamente infranqueables para niños de bajos recursos, el nivel de educación que reciban depende totalmente de lo que brinde el Estado, mientras que un joven universitario sí puede acceder al mercado financiero. Esta es la principal razón por la que el Estado debe concentrar esfuerzos en la educación en primera infancia y básica.
Claro, a los afortunados que logren construir un capital humano suficiente para ser aceptado en una buena universidad se les deben dar todas las facilidades para que las restricciones de liquidez que tengan no les impidan continuar estudiando; como créditos blandos, largos plazos de gracia y amortización, posiblemente parcialmente condonables en función de sus ingresos una vez se gradúen, pero no subsidios. Esos recursos deben ir a los niños.