Camila Abuabara fue famosa por 15 minutos. Pero su fama no terminó por cuenta del ciclo finito de nuestras indignaciones. Su fama terminó con el desenlace contra el que luchaba. Ayer, después de una larga enfermedad, falleció en Medellín. Desde el punto de vista familiar, una tragedia que tocó al país; desde el sensacionalismo periodístico, el drama perfecto: una historia que tuvo un comienzo, un clímax y un final –porque qué desenlace más contundente que la muerte–.
Camila se forjó su lugar en el debate público, pero una cosa es lograr meterse en los titulares y otra, controlar lo que pasa después. Enferma, desesperada y prácticamente desahuciada, Camila no tenía –no tenía por qué tener– una estrategia de medios. Para ella el fondo y la forma eran lo mismo: gritar por su vida. Hoy, cuando ya no está, es imposible distinguir esa voz individual de las voces que se parapetaron alrededor de su causa.
Dicho de otra forma, al drama de Camila hay que sumarle el drama de que se hayan apropiado de su narrativa. Y nada ilustra mejor eso que el hecho de que su abogado terminara siendo Abelardo de la Espriella, para quien cualquier tragedia es dulce si da para unos minutos en radio. De la Espriella no se resigna a 15 minutos de fama. Ella murió pero él alcanzó a hacer su show.
Por supuesto, no fue el único que encontró un lugar para acomodar y acomodarse en la historia. En la licuadora de redes sociales y medios de comunicación todos pusieron su cuota de histeria. El caso de Camila era el fracaso de la Ley 100; no, el caso de Camila ilustraba las decisiones difíciles del sistema; no, el caso de Camila era el resultado del desfalco de Saludcoop; no, el caso de Camila era la mermelada de Santos; no, el caso de Camila era corrupción; no, el caso de Camila era el precio que no se podía pagar; no, era un paseo de la muerte; no, era una asesinato; no, era una agonía.
La protagonista era simplemente ella, una mujer joven, valiente y asustada –con un pasado y un contexto que nadie conocía– que se defendía de los ataques y los juicios en las redes sociales como si se tratara de su enfermedad. Jamás podré ocupar sus zapatos, pero supongo que sufrió mucho al verse desbordada por un sinfín de interpretaciones sobre quién era ella y qué representaba.
Su pelea, improvisada y desesperada, terminó absorbida por un debate mediático que no tenía tiempo para matices. Y esa dosis de simplificación que permitió que su historia escalara fue precisamente lo que poco a poco volvió su caso una batalla más entre dos bandos. Al final, ni los detractores del sistema ni un ministro racional pero escondido en su tecnocracia, pudieron encauzar la discusión para ofrecernos una respuesta.
No quiero subestimar las preguntas importantes que subyacen a este caso; simplemente quiero sacar a Camila, antes de que apaguen los reflectores, de la maraña pública en que quedó el tramo final de su vida. No habría manera de culparla a ella por haber puesto la cuota inicial, pero sí a todos los demás por haber desatado ese frenesí, por no haber encontrado una forma digna para tramitar colectivamente su angustia.