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El abogado lobista

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Víctor Pacheco es el abogado lobista en el epicentro del mayor escándalo de la rama judicial en su historia. Los medios de comunicación lo han descrito como un abogado “civilista” famoso por dos cosas, por haber sido dirigente deportivo en los años ochenta y porque logró, según El Heraldo, que a mediados de 2014 el Tribunal Administrativo de Bolívar “condenara a la Nación a pagarle una indemnización de 210 millones de pesos porque se perdió dos días del Carnaval  2011, cuando en pleno viernes de festejos, la Policía lo capturó por una orden judicial que ya estaba revocada”. 

No obstante, a pesar del trauma causado por la ignominiosa detención en medio del Carnaval, el doctor Pacheco ha logrado reponerse profesionalmente de semejante atropello y, aún estando domiciliado en  Barranquilla, el año pasado hizo 40 visitas a las altas cortes en la capital. Esto es un testimonio de su compromiso inquebrantable con la administración de justicia: pocas personas convierten a los estratos judiciales en su segundo hogar.

A decir verdad muchas lo intentan. Parecería que en el mundo del litigio contemporáneo colombiano conocer a las personas que aplican la ley es mas importante, y ciertamente mas efectivo, que conocer la ley.

No es del todo extraño oír en los mentideros de abogados que fulanito de tal le está haciendo lobby a tal tutela, o que pascual desayunó con el magistrado tal para que le otorgaran la medida cautelar, o que este otro es amigo del fiscal menganito porque fueron juntos a la universidad, entonces ese el hombre que hay que contratar para que haga la defensa, y cosas por el estilo.

En mi opinión ésta es una manifestación más del fenómeno de politización de la justicia y de su contraparte, la judicialización de la política.

Resulta que hacer lobby por una causa no solamente es perfectamente legal sino que es la razón de ser de ciertas instituciones. La más obvia es el Congreso de la República, el ente político por excelencia, donde sus miembros actúan literalmente en representación de sus electores. Por eso se dice que los congresistas tiene un mandato, porque deben hacer lo que le dijeron a la gente que votó por ellos, qué iban a hacer.

De hecho, los ciudadanos tienen el derecho (con límites) a poner plata para que se elijan los congresistas que representan sus intereses y no los de los demás. Eso se llama financiación de las campañas políticas. En Estados Unidos, por ejemplo, darle plata (sin límites) a los políticos en campaña se considera un ejercicio del derecho a la libertad de expresión.

Hacer lobby ante las dependencias de la rama ejecutiva también es un ejercicio democrático. El proceso de reglamentación, que es una de las formas como se ejecutan las políticas públicas, es y debe ser, abierto a la participación de los ciudadanos. Por ejemplo, en Colombia los proyectos de decreto son publicados con el objetivo de que los interesados se manifiesten a favor o en contra.

Por otra parte, la ley le otorga a los ciudadanos colombianos una poderosísima herramienta de lobby: el derecho de petición. Esto no solo tiene el alcance tradicional del “derecho a las fotocopias”, o sea de recibir información, sino también el derecho a que las autoridades actúen en petición y, por lo tanto, en el interés del ciudadano particular. (Tristemente, el derecho de petición, que es un acto de participación política ciudadana, se ha reglamentado de tal forma por los abogados administrativistas que se transformó en un procesito cuasi-judicial).

El lobby ante el ejecutivo y el congreso se ha institucionalizado desde hace décadas. Existen organizaciones cuyo objetivo principal es influenciar legítimamente al congreso y al ejecutivo a favor de los intereses particulares de sus afiliados. Agremiaciones como la ANDI, FENALCO y ASOBANCARIA son lobistas, al igual que son las centrales obreras o las ONGs.

Sin embargo el derecho al lobby encuentra un límite cuando llega a la rama judicial. En buena medida el debido proceso es precisamente una herramienta en contra del lobby ante los jueces y por lo tanto, quien lo realiza o quien accede a él en el marco de un proceso judicial, actúa ilegalmente.

El proceso de interacción entre las partes de un proceso judicial y entre las partes y el juez está milimétricamente reglado por una sencilla razón: para asegurar imparcialidad. Mientras que los procesos realizados por el ejecutivo o el legislativo son en esencia políticos, donde se miden fuerzas políticas, los procesos judiciales son todo lo contrario. Son procesos donde se determina la aplicación de la ley sin importar la condición de los actuantes.

Curiosamente el fetichismo por el debido proceso en Colombia sirve para volver eternos los procesos judiciales y para declarar nulidades porque faltó un “chulo” o un sello en una hoja.  Pero los mismos que han hecho del procesalismo una religión son lo que se la pasan en la Bagatelle o en el Pomeriggio hablando con magistrados y jueces no precisamente sobre al calidad de los éclairs o la consistencia del mousse au chocolat.

En El Tiempo del pasado domingo se hacía la siguiente descripción sobre la relación entre un abogado y un magistrado de la Corte: “El magistrado Jorge Pretelt Chaljub y su amigo Rodrigo Escobar Gil se reunían casi todos los sábados en un reservado del piso 11 de El Nogal, exclusivo club capitalino del que ambos son socios. Sagradamente, de 9 de la mañana a 1 de la tarde, hablaban a puerta cerrada y solo interrumpían sus charlas para recibir documentos que usualmente les llevaban sus escoltas”.

¿Será que el símbolo de la justicia en Colombia debe seguir siendo una señora vendada con una balanza en la mano derecha?


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