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Colombia, al diván

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El nivel de descrédito de las instituciones y de quienes la representan es tan alto que se está convirtiendo en una paranoia incapacitante. Buena parte de las discusiones sobre alguna propuesta o un anuncio comienzan y terminan por descreer de las intenciones de quien la hace.

Se deslegitima al contradictor y no se controvierten los argumentos. Cuando se trata de una propuesta oficial, para decirlo en término “mockusianos”, en algunos sectores no creen que el Gobierno quiera “hacer el bien” sino “hacer el mal” y entonces se arrogan la tarea de ser los defensores de la sociedad tratando de identificar ese propósito para denunciarlo.

Así pasa con el proceso de La Habana, en el que mucha gente “bien informada” cree realmente que el Gobierno hace acuerdos secretos con la guerrilla y repiten persistentemente: “cuando sepamos realmente qué se está negociando allá…”. Le atribuyen a los negociadores tal o cual propósito, como si todo no estuviera enmarcado en la idea de alcanzar el acuerdo -no para favorecer a la guerrilla- sino para terminar el conflicto. “Para hacer el bien” y no “para hacer el mal”.

Eso ha pasado y de qué manera en las discusiones sobre el proyecto de reforma al “equilibrio de poderes” que promovió el Gobierno, previo un acuerdo con los partidos de la Unidad Nacional.

Ese proyecto tiene tres ejes fundamentales: prohibir la reelección para evitar todas las perversiones que eso tiene; cerrar las listas para corporaciones públicas para evitar ferias de dinero y cohesionar los partidos; y modificar el diseño institucional del poder judicial, además de hacer más estrictos los requisitos, las inhabilidades, las incompatibilidades, cambiar las formas de elección, cambiar el régimen de responsabilidad de los magistrados, remover los incentivos perversos, etc, para tratar de hacer más eficiente la administración judicial y reforzar la independencia e imparcialidad de los jueces.

En el primero ha habido total acuerdo y en los otros dos, aunque todos dicen compartir los propósitos, surgen decenas de preguntas para identificar “el propósito escondido” o para rechazar una fórmula por ser susceptible de corrupción.

Se ha propuesto, por ejemplo, buscar un mecanismo para garantizarles representación a los departamentos menos poblados que se ven afectados con la regla de la circunscripción nacional en el Senado y algunos la rechazan porque “esas curules se las toman las mafias”. “Cualquiera con un costal de plata va y compra esos votos, que no son muchos, y se queda con todo”.

Se ha propuesto que para responder a las preocupaciones sobre los efectos excluyentes de las listas cerradas en las elecciones de corporaciones se obligue a que se adopten mecanismos de democracia interna en los partidos y se contra argumenta que “se trasladan los vicios de las elecciones a las consultas” y para reforzar el argumento y terminar la discusión, sentencian con una sonrisa socarrona: “les sale más barato”.

Se ha propuesto que para evitar las “roscas judiciales” se adopte el mecanismo de los concursos para acceder a las magistraturas del Consejo de Estado y de la Corte Suprema de Justicia y acá en La Silla se preguntaron si no era peor ese remedio que la enfermedad. Porque –estas no fueron las palabras que se usaron en La Silla, pero son mi traducción- “se compran los exámenes”, “los mejores no se presentan”, “los concursos los manipulan”.

Tres “buenos propósitos” controvertidos por esa especie de disturbio paranoide de personalidad que nos está dificultando tanto avanzar y lograr construir un propósito colectivo.

El Gobierno y los partidos de la Unidad Nacional propusieron modificar el régimen de responsabilidad de los magistrados de las altas cortes que consistía básicamente en diferenciarlo del del Presidente de la República mediante la sustitución del “control” congresional de la comisión de acusaciones por un “control jurídico” en cabeza de un tribunal “independiente” que adelantara la investigación y el juzgamiento de los hechos delictivos o constitutivos de otras faltas que pudieran cometer los magistrados de las Cortes.

El Fiscal General lo calificó como peor que la “toma del Palacio de Justicia” y anunció una cruzada para impedir que “los políticos” se vengaran de la justicia. Algunos mostraron que la fórmula inicial tendría unos peligros que básicamente consistían en la conformación del “tribunal” y en la posibilidad de que por vía de la interpretación jurídica ese órgano reabriera todas las causas para determinar si había habido o no un prevaricato.

Se llegó a una fórmula de que el Tribunal solo investigara y su actuación fuera estudiada por el Congreso y en caso de delito, pasara a la Corte Suprema. Se dijo entonces que se “quería mantener la impunidad”, que la “reforma era solo cosmética”, que “se trata solo de un cambio de nombre”, “es una burla” y un largo etc.

“Es mejor que se hunda” era la sentencia, lo que traía como consecuencia que la cada vez más necesaria modificación del régimen de responsabilidad de los magistrados se aplazara indefinidamente. El fracaso evitaba “el mal” de la impunidad acordada en algún salón palaciego, así como para algunos, el fracaso de La Habana evita “el mal” pactado en algún lugar sórdido entre el Presidente y Timochenko para meter a los miembros de las fuerzas militares a la cárcel y llevar al Congreso a los guerrilleros.

En los medios, especialmente en la radio, es permanente la diatriba: “todo se lo roban”; la descalificación: “usted lo dice porque….”; el escepticismo: “no pasa nada”.

La desconfianza se nos convirtió en patología. Tiene un efecto enormemente destructor en las sociedades. Acaba con el capital social e impide emprender proyectos colectivos. Para ese cuento de “construir el postconflicto” va a tocar echar una pasadita primero por el psiquiatra.


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