Es mejor echar paja que echar bala, dijo en alguna oportunidad Winston Churchill. Bueno, no lo dijo exactamente así. Dijo “it’s better to jaw-jaw than to war-war”, pero ya me entienden.
Muchos colombianos dicen estar cansados con las conversaciones de La Habana. Según ellos, llevan mil días echando paja sin que se haya dejado de echar bala. Esta percepción, azuzada políticamente por El-Que-No-Debe-Ser-Nombrado, ha calado profundamente en la opinión pública.
Sin embargo, los logros de este proceso son tangibles. No solamente hay una disminución de la violencia, evidente durante el cese unilateral del fuego por parte de las FARC, sino también durante toda la negociación. El secuestro, las masacres, las tomas de poblaciones y los muertos en combate de todos los bandos se han reducido significativamente. Claramente este proceso no ha sido un Caguán II.
A los críticos de La Habana hay que recordarles que la victoria principal de esta negociación, y la razón por la cual es necesario llevarla a feliz término, se dio en la etapa previa a los diálogos públicos cuando se determinó limitar el acuerdo general a seis puntos, cuatro de ellos relacionados directamente con la terminación de las hostilidades y solo dos de ellos, drogas y desarrollo agrícola, con las causas directas del conflicto.
Este es un avance exponencial sobre el Caguán donde el máximo logro fue un intercambio de relojes entre Pastrana y Tirofijo, un gesto que dice todo sobre el enfoque light del gobierno del momento y el talante manipulador de la guerrilla.
Recordemos que casi seis meses después de entregarle a las FARC un territorio del tamaño de Suiza se llegó a una agenda llamada pretenciosamente “Plataforma de un gobierno de reconstrucción y reconciliación nacional” que tenía doce ítems que incluían temas tan abstractos como la estructura económica y social del país, las relaciones internacionales, la reforma del Estado y de las Fuerzas Militares. Solo faltó incluir la política aeroespacial y el color de los tapetes de la Casa de Nariño.
Cuando se acabó el Caguán el difunto Raúl Reyes afirmó que la próxima cita sería en la zona despejada de los departamentos del Putumayo y Caquetá. No fue así. Una bomba de 500 kilos de pentolita abruptamente le interrumpió el sueño terrenal al comandante y marcó la hoja de ruta para llegar a La Habana.
Se cumplió así la profecía del Mono Jojoy quien alguna vez dijo que la guerra la perdían cuando acabaran negociando la paz en una iglesia en Alemania (o su equivalente laico: una casa en el Vedado).
Puede que las FARC no están derrotadas militarmente del todo, ni mucho menos económicamente, pero están derrotadas políticamente. No solamente por el rechazo visceral que les tiene el pueblo colombiano, sino porque el tren de la historia las dejó atrás.
Mientras se dedicaban a diseñar nuevas formas de mutilar policías con minas quiebrapatas los movimientos de izquierda del continente llegaron al poder por la vía pacífica en Brasil, Argentina, Chile, Ecuador, Bolivia, Honduras, Paraguay, Uruguay, El Salvador y Venezuela. Y tres de ellos han tenido presidentes ex guerrilleros: Dilma, Mujica y Salvador Sánchez Cerén.
En las actuales circunstancias latinoamericanas persistir en la vía armada, como se los repiten constantemente Maduro y Castro, no solamente es un crimen sino una estupidez.
De ahí que la agenda en La Habana se haya reducido a seis puntos y que realmente solo quede por definir uno, que no por casualidad es el último y el más difícil: el fin del conflicto. Interesantemente, parece que los detalles sobre el cese al fuego, que eventualmente será bilateral y tendrá dejación de armas como lo dice el mismo acuerdo general, no son los más complicados. Lo más difícil ha sido el tema de la verdad y del castigo.
De avanzar la paz en La Habana nunca veremos a los comandantes de las FARC purgando décadas de prisión en Cómbita, como se lo merecen, pero inclusive parece difícil que pasen siquiera un par de años en una colonia penal agrícola hecha a su medida.
Independientemente de las facultades de la Corte Penal Internacional, que en el fondo es un tigre mueco (ya lo probó Uhuru Kenyatta, que es presidente, y Luis Moreno Ocampo, que está desempleado), lo cierto es que nadie firma un acuerdo de paz para irse preso.
Diferente es el tema de la verdad. En Sudáfrica decidieron que la paz se hacía no metiendo a la cárcel a los que la firmaban sino soltándolos. Solo tocaba contar que habían hecho los muchachos el verano pasado. Fue así como Mandela salió de Robben Island a la presidencia de su país habiendo confesado 156 actos de violencia, incluyendo atentados terroristas contra centros comerciales e iglesias.
El castigo más duro para las FARC tiene que ver con la destrucción de la narrativa heroica que han edificado durante 50 años, donde justifican su barbarie como un valiente acto de resistencia en contra de la oligarquía, del imperialismo, del bipartidismo, del paramilitarismo o del ismo que más les convenga en el momento.
Ya verán los colombianos si aceptan esta fantasía o no. En mi opinión en vez de tener a Timochenko destetando terneros en el Vichada o a Iván Márquez barriendo las estaciones de Transmilenio la sanción que merecen es confesarle al mundo que todo fue un gran error y que, como decía Joaquín Villalobos, en la guerrilla se empieza como Robin Hood y se acaba como Pol Pot.