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Rugero Ruiz y su esposa Olis Aguas, dos de los pioneros de la restitución de tierras en todo el país, son también ejemplos de cómo las víctimas campesinas de la guerra han ido recuperando sus proyectos de vida. Fotos: Andrés Bermúdez Liévano |
Hace poco menos de tres años, Rugero Ruiz y su esposa Olis Aguas fueron los primeros campesinos de Sucre en recuperar las parcelas de donde salieron huyendo de las Farc, con lo que se convirtieron en una de las familias pioneras de la restitución de tierras en todo el país.
Su pequeña finca de cinco hectáreas, orgullosamente bautizada La Pertenencia, muestra cómo esta familia campesina -más que solamente recuperar su pedazo de tierra en los Montes de María- poco a poco ha venido reconstruyendo un proyecto de vida que tuvo que dejar botado hace 14 años, como ha documentado La Silla a lo largo de tres años.
Entre cultivos de yuca y de ñame, rodeados por gallinas ponedoras y vacas lecheras, los Ruiz son un ejemplo de los éxitos de la restitución de tierras, una de las banderas del gobierno de Juan Manuel Santos.
Pero también de cómo, al mismo tiempo, los retornos de los campesinos que recuperan sus parcelas siguen siendo frágiles y precarios. Rugero y Olis aún viven en duras condiciones, ya que algunas de las promesas que acompañaron sus sentencias de restitución -histórica por haber sido la primera en que los reclamantes se enfrentaron, y le ganaron, a un ocupante que se declaraba de buena fe- no se han cumplido, comenzando por la casa definitiva que les tiene que construir el Banco Agrario.
“Ya usted pa’ donde mire hay potrero, cultivo y pasto. Antes todo eso era monte”, cuenta Rugero, un campesino de mostacho y pelo grisáceo que se asoma por debajo del ajado sombrero vueltiao, mientras señala la línea imaginaria que -un kilómetro en la distancia- demarca su finca.
En enero 22, él y Olis cumplirán dos años de haber retornado a lo alto de esta vereda, a la que se llega caminando unos quince minutos desde la carretera que arranca en Morroa y se va adentrando en los Montes de María, pasando por Pichilín, Chalán y Colosó. Todos ellos son nombres que evocan la sufrida historia de esta fértil y corrugada región entre Sucre y Bolívar, que por años fue un corredor estratégico para las Farc, el ELN y los paramilitares por su cercanía con el mar, con las sabanas sucreñas y con el río Magdalena.
Hace dos años, cuando los Ruiz pisaron su vereda de Cambimba por primera vez desde 1997, no encontraron sino un denso matorral.
Los árboles de totuma y gandul alcanzaban los diez metros. No había ningún rastro, ni siquiera un ladrillo, que recordara la vieja casa que dejaron cuando salieron corriendo del frente 35 de las Farc y de su temido jefe el 'Pollo Irra', abatido por el Ejército hace siete años. Solo encontraron -entre todo el rastrojo- el muñón del hibisco que solía adornar la entrada de su casa y que ya volvió a florecer.
A pasos lentos pero firmes, este rincón de los Montes de María ha comenzado a recuperar la productividad de antaño.
“Cuando volvimos por primera vez eso corríamos como locos. Tantos años sin poder volver a lo que es de uno y, sobre todo, a la vida que es de uno”, cuenta Olis, mientras enhebra con un lazo cuatro baldes invertidos de color rojo brillante, rebosantes de maíz. No alcanza a salir de su casa cargándolos cuando comienzan a corretear detrás suyo las siluetas negras de setenta gallinas ponedoras, que la siguen juiciosamente hasta el galpón techado con paja que hay detrás de su casa. Una treintena de pavos y unos veinte pollos de engorde también revolotean alrededor de ellos.
Mientras tanto, Rugero baja hasta la cañada -seguido por su perra Luna- para echarle un ojo a sus cuatro vacas lecheras, que se resguardan del fuerte sol sucreño en el lecho seco de un riachuelo.
Ese es su problema más apremiante ahora: se cumple casi un año desde la última época de aguaceros en los Montes de María. El largo verano, agravado por el fenómeno del Niño, mató las 10 mil plantas de yuca que Rugero sembró.
“No recogí ni una sola, se pudrió toditico. Perdimos hasta la semilla”, dice, mientras su mirada recorre el paisaje chamuscado que delata la falta de agua en toda la zona. Esa misma sequía le obligó a vender la mitad de sus vacas, que antes le permitían vender 25 litros diarios de leche a un camión que venía desde Corozal.
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Tres años después de recibir sus parcelas tras dos décadas de desplazamiento y dos años después de hacer un primer rancho, los Ruiz ya están instalados definitivamente en su casa en Morroa, en los Montes de María. |
Aún a pesar del intenso verano, él y su familia han logrado sobrevivir con lo que está produciendo su predio.
“Esto es todo por cuenta de la casa”, dice sonriendo Olis un rato más tarde, mientras le sirve a su esposo el desayuno: una ensaladilla de habichuelas que cosechó en su huerta casera.
Porque, pese a las dificultades, la vida ha cambiado en esta vereda a la que retornaron ya 17 familias restituidas, cuatro de ellas parientes de Rugero y otras cuatro de Olis.
Son muchas las ‘primeras veces’ que han sucedido en Cambimba en los últimos meses.
Por primera vez, un agrónomo visitó sus fincas para explicarles sobre el cuidado de los suelos y cómo sacarle, una vez vengan las lluvias, mayor productividad a la tierra.
También por vez primera Rugero y sus vecinos están usando abonos y controles de plaga naturales, que les enseñaron a preparar usando las conchas del banano, la yuca y el maracuyá que ellos estaban acostubrados a botar. Aprendieron a fabricar los bloques nutritivos para alimentar a sus vacas, mezclando hojas de guásimo y de carbonero -que ellos antes consideraban maleza- con cogollos de yuca, cal agrícola y melaza.
“Lo único que nosotros veíamos antes era la enseñanza de los viejos”, dice Hernán Ruiz, el primo y vecino de Rugero que volvió a su predio tras casi dos décadas de exilio de los Montes de María. Su padre, asesinado en 1991, fue uno de los siete integrantes de la familia que murieron en manos de las Farc, porque -como cuenta él- “el apellido Ruiz fue atacado, estamos regresando graneado”.
Y tiene razón: esas visitas de los agrónomos los colocan en una absoluta minoría entre los campesinos de todo el país, ya que apenas un 11 por ciento de ellos recibió algún tipo de asistencia técnica en el último año, según los datos que encontró el Censo Nacional Agropecuario que acaba de revelar el Dane.
Las mujeres, además de la huerta casera, aprendieron cómo preparar torta de ahuyama, buñuelos de cogollito de yuca mezclados con plátano rallado, dulce de guayaba y la ensalada de habichuelas que tanto enorgullece a Olis. Ese recetario, que tiene como base las mismas plantas que ya cultivaban, les ayudó a ampliar su dieta tradicional campesina.
Todas esas son las lecciones de los miércoles, un día que se ha vuelto casi sagrado en la vereda porque viene a la cercana finca de Orlando Ruiz -otro primo de Rugero- a capacitarlos alguno de los técnicos de Asoproagros, una organización agraria contratada por la Unidad de Restitución de Tierras como parte del apoyo que el Gobierno les prometió en sus sentencias de restitución.
Precisamente una de esas enseñanzas es la que los ha ayudado a sobrellevar el intenso verano.
Justo a la hora de preparar el almuerzo de verduras cocidas y yuca sudada, Olis se dirige a la esquina de su cocina y saca un baldado de agua de una alberca que ellos mismos fabricaron. En ese huacal hecho con tablas martilladas y forrado con un grueso plástico negro han ahorrado una veintena de galones de agua de lluvia, que recogieron gracias a las improvisadas canaletas -una serie de láminas de cinc dobladas en ‘u’- que colgaron del techo.
Esas ayudas les han permitido afrontar las dificultades del retorno con una mezcla de estoicismo típicamente campesino y la felicidad de haber regresado a su predio tras una década desplazados en Corozal, donde -según las palabras de Olis- “un campesino no encuentra qué hacer y nunca tuvimos más que una sola gallina”. Lo dice mientras para sus labores unos minutos para ver una telenovela mexicana en la televisión que cuelga del techo, otro testimonio de los cambios en la vereda: por primera vez, gracias a un panel solar que les dio la Unidad de Tierras, hay luz en La Pertenencia.
Sus ojos se llenan de brillo y su voz de emoción cuando cuenta que casi todos sus nueve hijos -que están regados por Cartagena, Montería, Arauca y Puerto López- vinieron a pasar la última Navidad a su casa y que todos se quedaron tomando y conversando hasta la madrugada.
“Hasta donde usted alcanza a ver, todo eso ha sido el trabajo con nuestras propias manos. Si no se nos viene el verano, esto estuviera verdecito. Pero nos aplastó todo y perdimos la fuerza de trabajo. Aunque ahí seguimos, ¿no?”, dice Rugero.
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Con la construcción de una troja de maracuyá, Rugero y Olis continúan intentando recuperar la productividad de su finca en Morroa. Al lado se yergue una planta de hibisco, el único rastro de la casa que tuvieron que dejar cuando salieron huyendo de las Farc hace casi veinte años. |
En poco menos de dos años, los Ruiz pasaron de dormir a la intemperie a tener una casa de unos ochenta metros cuadrados.
Ese proceso muestra su tesón para salir adelante, pero también las falencias de algunas entidades del Gobierno que no están jalando a la misma velocidad en que trabaja la Unidad de Restitución y en que ocurren los retornos campesinos.
El primer paso para ellos ocurrió en septiembre de 2013, poco después de recibir su predio. Afanados por volver a vivir allí, los Ruiz armaron un cambuche de plástico en lo alto de la loma.
Ese fue el hogar de paso de Rugero por unos meses. Con la plata para proyectos productivos que les dio la Unidad de Restitución de Tierras, se dedicó a desmontar el predio, cercar los linderos y contratar un bulldozer para construir la carretera comunal de entrada a las parcelas y un par de jagüeyes para que los animales beban.
Mientras tanto, Olis iba y venía todos los días de Corozal, montada en la cola de una volqueta para ahorrarse los ocho mil pesos del mototaxi que no tenía. Esa rutina le permitía velar por toda su familia: acompañarlo a él y cocinarle el almuerzo durante el día, y cuidar a sus hijas menores en el pueblo por las noches.
Luego en enero del año pasado, con la ayuda de los primos de la vereda, construyeron su primera casa: un funcional rancho con un área social abierta y una habitación-bodega atrás, resguardada del arduo sol montemariano por un techo de palma y de la fuerte brisa por paredes de plástico verde.
Hace unos meses la crecieron. Ahora el rancho original tiene dos habitaciones con paredes de caña. A un lado, protegido por una malla que despista a las gallinas, hay un amplio espacio social: una sala con varios sofás, una mesa de comedor y una estufa techada en la que Olis ya puede cocinar cómodamente. En pequeños altillos improvisados que cuelgan del techo descansan los colchones que usan sus hijos cuando visitan.
Sin embargo, todavía sueñan con tener una casa más permanente.
Una como la que les prometió el Gobierno, como parte de su retorno. De hecho, en su sentencia de restitución el magistrado del Tribunal Administrativo de Bolívar le ordenó al Ministerio de Agricultura otorgarles un subsidio de vivienda rural “con prioridad y atendiendo el enfoque diferencial”, que les da derecho a una de las 100 mil casas de cemento que ha construido el Banco Agrario para familias campesinas en todo el país.
Hasta el momento no han sabido nada.
“Un día llamó al teléfono [una persona del Banco], pero ni lo conozco ni vino. Y eso hace dos años”, cuenta Rugero mientras muestra el espacio que tienen listo para la casa, al lado de su rancho actual y en frente de la troja de maracuyá que esta semana empezó a armar.
Sus vecinos no han tenido mejor suerte. Según cuentan varios de ellos, en otras veredas de Morroa, el Banco Agrario comenzó a construir varias casas para campesinos restituidos pero las dejó abandonadas a mitad de camino. En unos casos, construyeron hasta la altura de la viga. En otros solo pusieron la plancha de cemento.
“Están paralizadas toditas”, cuenta Robinson Salas, que también fue restituido y vive dos predios más arriba en la loma desde la casa de Rugero.
Es él quien cuenta que las casas en esta vereda deberían formar parte de un proyecto contratado por el Banco Agrario con Comfacor, la caja de compensación de Córdoba, del que -casi tres años después de sus sentencias de restitución- no han tenido noticias.
No es la única promesa que les han incumplido.
Tampoco pueden pensar demasiado hacia el futuro, ya que no tienen cómo apalancar sus ambiciosos planes para crecer su hato ganadero y sus sembradíos.
Este año ambos, Rugero y Olis, intentaron sacar un préstamo en el Banco Agrario. Ninguno pudo, a pesar de que tienen escrituras formales sobre su parcela y que son pequeños productores que tuvieron créditos con ellos hace dos décadas. La respuesta fue la misma: ninguno tiene vida crediticia hoy.
A Rugero se lo negaron de un tajo. ‘Búsquese un plan de celular a ver si le sale’, le dijeron. A Olis la mandaron abrir una cuenta y arrancar los trámites, pero luego -como cuenta ella- “nunca llegó la plata ni el crédito, me quedé fue con la tarjeta en la mano. Después de los 30 mil de apertura de la cuenta, me salen con que no tenía vida crediticia”.
Eso significa que los Ruiz y sus vecinos engrosan la lista del 90 por ciento de pequeños productores que están por completo marginados del crédito en todo el país, según los cálculos del Censo Agropecuario.
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Las setenta gallinas ponedoras a las que alimenta todos los días Olis son una de las fuentes de subsistencia de los Ruiz ahora que volvieron a ser campesinos. |
Su caso también desnuda las dificultades que tiene la Ley de Víctimas a la hora de articular a las autoridades locales.
Por ejemplo, la sentencia de restitución le ordena a la alcaldía de Morroa que les arregle el camino comunal que cuatro familias vecinas -la de Rugero, la de sus primos Hernán y Luis, y la de Robinson- usan para entrar a sus predios. Eso es clave porque, como dice Olis, “cuando llueve, no entran ni los burros y tenemos que sacar la cosecha a pie. Pero ese alcalde ni nos atiende”.
El arreglo de esa vía podría hacer toda la diferencia en época de cosecha, sobre todo ahora que la Gobernación de Sucre empezó a pavimentar la vía destapada de Morroa a Colosó. Ya van 5 kilómetros de carretera de cemento, casi la mitad del camino hasta el portón de madera que marca la entrada de La Pertenencia. Con su sendero comunal en buen estado, podrían poner su cosecha de yuca en menos de media hora en la plaza de mercado.
La alcaldía tampoco ha cumplido con la orden de incluirlos en el régimen subsidiado de salud en Morroa, ni ha reabierto ninguna de las cinco escuelas veredales que en Cambimba quedaron abandonadas cuando todos huyeron.
Esas omisiones evidencian que, aunque la Unidad de Restitución que dirige Ricardo Sabogal lidera toda la política de restitución para las víctimas del despojo, no tiene ninguna manera efectiva de jalarles las orejas a las 53 entidades que forman parte del sistema nacional -llamado Snariv en la jerga gubernamental- cuando éstas no cumplen con su parte de la Ley de Víctimas.
Como dice un funcionario que trabaja en temas de víctimas, “uno agarra una entidad y se le suelta la otra”.
Al final, el caso de esta familia pionera de la restitución muestra lo complejos que son los retornos campesinos en el marco de la restitución, que en cuatro años acumula 1.434 sentencias que le han devuelto sus tierras a 2.983 familias campesinas en todo el país (una cifra que podría crecer pronto en otros 9.274 casos, que ya están en manos de los 54 jueces y magistrados de tierras esperando un fallo).
Y de paso, lanza un campanazo de alerta para el gobierno Santos sobre el tipo de acción coordinada e inversión estatal que requerirá aterrizar los acuerdos de La Habana en las regiones históricamente olvidadas.
“Si nos hubiéramos atenido a las viviendas, no hubiéramos regresado, esto estaría perdido y la restitución no tuviera nada que mostrar. Si la vivienda la construyen en seguida, de pronto la gente se viene más rápido. Es que el inicio es duro”, dice Rugero.
De inmediato, consciente de que el éxito de los primeros retornos determina también la suerte de todo el proceso, cambia el tono de su voz.
“Uno ha puesto la voluntad de venirse hasta acá. El campo estaba todo solo y mírelo ahora: todos hemos regresado”, dice. Tras un respiro añade, “si usted corre se cansa, pero si va despacito llega. Acá vamos despacito”.