Si algo demuestra la masiva asistencia a Conejo corregimiento de Fonseca en la Guajira, la semana pasada, es la enorme expectativa que genera en las comunidades el proceso de paz. La gente por supuesto se alegra ante la inminencia del fin de la guerra, pero tiene inquietudes frente a lo acordado: ¿Cómo se beneficiará el conjunto de la sociedad? ¿Cómo afectará sus vidas cotidianas? ¿Qué pasará con otros actores como los paramilitares o las fuerzas oficiales?
Hablando en plata blanca, a pesar de que el proceso lleva más de tres años y se han alcanzado acuerdos en cuatro de los seis puntos de la agenda todos ellos públicos, el país no conoce lo pactado.
Situación que por demás es ampliamente aprovechada por quienes se oponen al diálogo para generar un sin número de mitos y mentiras en torno a los acuerdos, acudiendo al siempre efectivo recurso del miedo y la repetición constante, para mostrar como verdades las cosas más descabelladas.
Por mencionar solo algún ejemplo, para el taxista que me transportó el día de ayer, el proceso de paz le va a entregar departamentos enteros a las FARC, incluirá un sueldo de un millón ochocientos mil pesos para cada ex guerrillero y hará de Colombia una república castro chavista. Por supuesto que no me fue necesario preguntarle cuál sería su postura ante un eventual acto refrendatorio del proceso.
En gran medida el responsable de esta situación es el propio Juan Manuel Santos, quien dubitativo como siempre sigue sin dar el paso definitivo y sin abrirle la compuerta al proceso, él mismo no se cansa de repetir que este diálogo de paz solo se reduce a la dejación de armas por parte de las FARC, se esfuerza por negar los acuerdos para calmar a múltiples sectores del establecimiento, generándole la idea a la mayoría de los colombianos de una paz descafeinada, una paz que no implica nada, una paz que no enamora.
Se equivoca el Presidente, debería salir decidido a defender los acuerdos de paz, a mostrar los enormes beneficios que tendrán para millones de colombianos, a mostrar como democratizarán y modernizarán la propiedad rural, a evidenciar como por fin Colombia podría tener unas instituciones más o menos democráticas, a plantear cómo las víctimas de todos los bandos conocerán la verdad y serán reparadas, a pregonar que, de materializarse los acuerdos, Colombia vivirá los cambios políticos más significativos de su historia reciente.
Urge que la paz se masifique, que deje de ser un galimatías técnico e indescifrable al que solo pueden acceder algunos iniciados. Se necesita una verdadera campaña de pedagogía frente a los acuerdos dirigida al corazón de los colombianos que de manera sencilla y mediante todas las herramientas le muestre al país los inmensos beneficios de la paz.
Pero sin lugar a dudas el primer acto de pedagogía que debe hacer el gobierno nacional es entender y ayudar a que la sociedad también entienda que las FARC no son solo su contraparte en la mesa sino que son ante todo un actor político y sus aliadas en la construcción de la paz.
Por esta razón no debería el gobierno buscar aislar a dicha insurgencia, como lo ha intentado recientemente, no solo con su reacción ante los hechos de la semana pasada en Conejo, sino también a través de la irrisoria amenaza de judicializar a todo aquel que viaje a la Habana a reunirse con la guerrilla. Por el contrario, el Presidente debería promover el intercambio de las FARC con todos los actores de la sociedad, abonar el camino para la inminente presencia de los líderes insurgentes ya no solo en los montes o en la clandestinidad en las ciudades, sino en el Congreso o departiendo en un centro comercial como un colombiano más.
Es apenas entendible y necesario que tal y como ocurrió en Conejo y otras partes del país, los líderes insurgentes quieran hablar con los integrantes de sus frentes, con las comunidades con las que históricamente han convivido y con distintos actores políticos, antes de la firma de un acuerdo final, donde sí se implicará la dejación de las armas. Requerimos a una insurgencia haciendo pedagogía de paz, avanzando hacia la reconciliación y hablándole a una sociedad expectante.
Mientras la polémica continúa, la pregunta sigue vigente: ¿Cómo haremos para que un país que ha normalizado la guerra abrace la paz? Esperemos eso sí, que no le sigamos haciendo conejo a la tan necesaria pedagogía de paz.