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El conejo: un chismerío

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Creo que la mayoría de las discusiones que uno tiene a diario no involucran un genuino desacuerdo fundamental; se tratan simplemente de desacuerdos semánticos. He notado que es cierto inclusive para las discusiones más difíciles que involucran creencias, intenciones o juicios de valor. Últimamente, por ejemplo, me he dado cuenta que las discusiones sobre la existencia o inexistencia de Dios (en las que me encuentro muy frecuentemente) pueden resolverse fácilmente si uno primero se pone de acuerdo sobre el significado de la palabra “Dios”. Como mis interlocutores se suelen definir como católicos o de alguna denominación cristiana, uno asume que el Dios cuya existencia defienden es el mismo que aparece en la Biblia, del que se habla en las escrituras; el que le dice a Moisés ser el que es cuando éste le pregunta en nombre de quién debe hablar a los hijos de Israel.

Pero la mayoría de veces estoy equivocado. Mis amigos – que deben sufrir la jartera de tener esta conversación conmigo – no creen en absoluto en ese Dios. No les parecen convincentes las historias del antiguo testamento (ni siquiera como metáforas) y se rehúsan a tomarse inclusive de manera figurada los relatos de los evangelios. No tienen ni idea qué son las encíclicas papales. La discusión se aclara justamente cuando ellos me explican el significado de la palabra “Dios” para ellos, y esa explicación involucra típicamente otras palabras de igual dificultad semántica como “energías”, “espiritualidad” o “grandeza”. En ese momento ejerzo una acto de esnobismo intelectual – que ya tengo bien practicado – en donde explico que ese Dios que describen no es muy distinto al Dios de Einstein; el Dios panteísta que puede ser remplazado fácilmente por la naturaleza misma. Termina la charla con mi acusación de que todos son realmente unos ateos en el closet y, por supuesto, con alguna de las partes ligeramente ofendida.

Hagan el intento de discutir el significado de los términos que discuten antes de entrar en la discusión, y verán como usualmente eso se convierte en la discusión misma. No es que lo esté recomendando – de hecho es una buena receta para vivir una vida altamente neurótica, pero deja ver que existe cierto sentido en concebir los problemas conceptuales no como problemas sino como dificultades lingüísticas.

Ya tengo esta aproximación conceptual inscrita en mi temperamento. Las respuestas más típicas que doy a las preguntas que me hacen (en cualquier ámbito) suelen ser “no entiendo”. No entiendo porque no entiendo cuál es el significado de los términos que constituyen las premisas sobre las cuales discutimos. Creo que esto es particularmente cierto para el periodismo y la política. Por ejemplo, no entiendo el escándalo que ha causado la visita de las Farc a la Guajira. No entiendo qué quieren decir Humberto de la Calle o el Presidente de la República cuando dicen que se está violando el principio de “no hacer política con armas”. ¿Eso significa que no se puede decir frases con contenido político al mismo tiempo que alguien a mi lado (o yo mismo) está portando un arma? Imposible. Si así fuera, todos los políticos de este país estarían haciendo política con armas. Tiene que significar algo distinto.

Mi intuición me dice que en este contexto “hacer política con armas” significa usar las armas para conseguir objetivos políticos. Pero eso no es lo que estaban haciendo los dirigentes de las Farc. Es más, parece que la gente del corregimiento donde ocurrió todo este escándalo estaba perfectamente dispuesta a oír a los guerrilleros hablarles de lo que sea que hayan ido a hablarles. De comunismo, de los crímenes de Estado, del proceso de paz. De lo que sea; de política. Pero no me da la impresión (ni por las fotos ni por los relatos) que alguno de los presentes en esta reunión se hubiera sentido de alguna forma obligado o desobligado a oírles el cuento a los guerrilleros.

Es aún más confuso para mi dado que todos los implicados sabían, a grandes rasgos, qué es lo que estaba pasando. Hasta donde he podido entender, toda esta tormenta se debe a que existe una diferencia sobre quién podía ser visitado. Según el Gobierno, sólo miembros de las Farc. Para las Farc, no hay problema con hacer el trabajo adicional de explicarles a unas personas sus puntos de vista sobre el proceso de paz. Para Juan Fernando Cristo, el problema es que los personajes del Secretariado hayan sido escoltados por sus propios guerrilleros. El CICR, por su parte, aclara en pánico que ellos sólo estaban siguiendo instrucciones de las partes. Pero en ningún pedazo de este diálogo he podido ver exactamente qué es lo grave. ¿Realmente van a armar todo este escándalo y poner en peligro la bandera del Gobierno por un quién dijo qué a quién y cómo y cuándo y dónde? El rollo de la visita a Conejo me parece más un chismerío que un problema real. Y, por supuesto, no he podido entender exactamente dónde se usaron las armas para hacer política. Tal vez falta que el Gobierno o algún medio de comunicación nos explique más sobre qué pasó en Conejo y le paren menos bolas a quién escoltó a Iván Márquez.

Vuelvo entonces a mi idea original. Tengo la sospecha de que si aclaramos qué significan “reglas de juego”, y qué significa cada una de ellas, lograremos agotar la discusión de la ida de las Farc a la Guajira antes de tenerla. Porque al final de cuentas, todos sabemos que si las Farc no le cumplen con la fecha del 23 de Marzo al Presidente, no va a pasar nada (como ha amenazado ingenuamente). Creo que podemos tener esa realización de una forma sensata si entendemos otros términos de esta discusión, como es el de “proceso irreversible” o el más famoso de la “construcción de paz”. 


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