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La política principiante

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El ‘volanteo’ le pareció aterrador al principio. ¿Dónde pararse? ¿Qué decirles?

La política es para los zorros, y entre más viejos mejor. Para los principiantes, el camino es duro, los fracasos abundan, las satisfacciones son pocas, y al final, quedan las lecciones de lo que se pudo haber hecho mejor, la sensación de que eso no es para uno y claro, el crédito en el banco que hay que pagar en los próximos cuatro años. Porque cuatro años son suficientes para olvidar todo esto. Todo, menos la adicción a la política, la convicción de que esta vez sí es la vencida.

Esta es la historia de una mujer que se lanzó por primera vez al Congreso en esta campaña y que no tendrá nombre, porque al final, su historia podría ser la de cualquiera que hace su début en la contienda electoral.

La primera vez que le propusieron ser candidata fue en el 2006 cuando uno de los caciques de su partido le dijo que necesitaban mujeres para sus listas.  "¿Me ayudarían a buscar votos?”, le preguntó ella. "No" fue la respuesta. "¿Me darían apoyo económico?"" No." "¿Garantizarían que no me saquen a codazos los que tienen más cancha?""Usted lo que quiere es que le pongan el tapete rojo." Fin de la conversación.

En el 2010 volvió la piquiña. Esta vez se sentó a echar cuentas: necesitaría mínimo 250 millones de pesos, le dijeron los que sabían cómo no hacer el oso en una elección. Su marido le dijo que estaba loca."¿Cuántos votos tiene?", le preguntó. Ella hizo las cuentas: 23. Los de su oficina, los de su familia y pare de contar.

Llegó el 2014 y nuevamente, el directorio de su partido le mandó una carta. Ella fue una de las cientos de mujeres inscritas en este movimiento a las que les llegó la invitación: necesitaban llenar la cuota del treinta por ciento de mujeres. Ella no les contestó. Quería ingresar en la política desde que tenía 14 años, pero tampoco tanto como para ser ‘relleno’ en la lista. Sin embargo, cuando comenzó a ver los avales que estaban dando se indignó. Su marido, que ya la conoce, le dijo "Inscríbase, ¿qué tiene que perder?".

A ver, hizo ella el inventario: uno de sus mejores amigos le dijo que si sacaba solo 100 votos hacía el ridículo. El marido insistió. Y el último día, ella fue y se inscribió.

“Como soy psicorígida, dije, si lo voy a hacer, así esté ahí por ser la ‘cuota de mujeres’ lo voy a hacer bien.”

¿Qué significaba hacerlo bien? Todavía no lo tiene claro, pero sabía que necesitaba una estrategia. Su yerno, que sí sabe de política (o por lo menos más que ella), le hizo las primeras preguntas: ¿dónde va a buscar los votos? ¿Cuál es su nicho? ¿Con qué propuesta la van a identificar?

“En qué me metí”, pensó. A los pocos días se encontró con una señora que no veía hace rato y le contó que era candidata. ¿Qué va a proponer?, le preguntó. Y ella habló sin parar durante ocho minutos. Sabe que fueron ocho minutos exactos, porque la señora se le quedó mirando y le dijo: Lleva ocho minutos hablando y no me ha quedado nada. De vuelta al tablero.

La estrategia

Ella en realidad quería hablar de mujer rural y de sus derechos en el posconflicto, pero, como bien se lo recordó su yerno, sus votos –si es que llega a conseguir alguno- no están en el campo y en las ciudades a casi nadie le importa la mujer campesina. Era el momento de tener una verdadera lluvia de ideas.

Invitó a sus cuatro amigos a que le ayudaran a definir el programa. ¿En qué tema –que le pudiera interesar a muchos- era ella fuerte? En la familia. Fortalecer la familia sería su foco. Tenía suficientes aristas: balance hogar-familia, empoderamiento de la mujer, estabilidad laboral. Con ese foco, aprobado por su petit comité, comenzó la investigación.

Una amiga se comprometió a buscar el “estado del arte” en legislación internacional sobre la conciliación entre lo laboral y el hogar. Un amigo que acababa de dejar un empleo se ofreció de asistente mientras conseguía el siguiente cargo.

Un político veterano le recomendó “no botar corriente con lidercitos porque no hay plata que alcance”. Le dijo que era mucho mejor invertir en una verdadera estrategia de comunicaciones.

Entonces, vino el momento de la primera inversión. Pidió un préstamo personal al banco por 100 millones de pesos.

Con eso contrató un grupo de comunicaciones con jefe de prensa, jefe de contenido y preparación de debates y un camarógrafo. Hicieron página web, compilaron las propuestas.  Mandaron hacer volantes. Ella calculó unos 20 mil. Ya repartió 80 mil y le quedaron haciendo falta.

El ‘volanteo’ le pareció aterrador al principio. ¿Dónde pararse? ¿Qué decirles? Al final optó por lugares donde la gente estuviera sentada y pudiera leer su folleto. Transmilenio resultó ser uno de sus sitios favoritos.

“Pero me doy cuenta de la falta que hace tener una verdadera estructura política”, dice. Una noche el marido, viéndola preocupada, tuvo un “chispazo”: ya sé, conseguimos mil amigos, y le pedimos que consiga cada uno 50 personas que voten por ti.

¿De dónde saco los mil amigos? “Uno llama a los amigos, recoge listas de correos de todo el mundo, pero al final eso no suma”, dice. Ella se acordó de la especialización que hizo hace años, y encontró la lista del curso. La de su clase del colegio. La de la universidad. Los amigos de Facebook de ella y de todos sus conocidos. Los del colegio de los niños. Da igual, la fórmula mágica del marido no daba.

Un amigo suyo que había sido viceministro en algún gobierno se lo dijo claro: no haga nada que sume, solo que multiplique. Sonaba lógico, había que buscar multiplicadores. Pero, ¿cómo?

Los multiplicadores

“Uno se va angustiando e invierte horas en la visita del señor o la señora que apareció porque conoció a la abuelita de uno. Y uno se queda una hora hablándole”, es uno de los errores que ya sabe que cometió.

Las fórmulas a la Cámara son un gran multiplicador. Si tienen su propia clientela, con un solo acuerdo, ya se logran 10 mil o 15 mil votos. Con esa cifra en mente, se fue al directorio de su partido y pidió la lista de los aspirantes a la Cámara. Había más de 10. Pero el Secretario fue recorriendo la lista y contándole de entrada cuáles ya estaban casados con otro candidato. Quedaban cinco libres. Los llamó a cada uno.

“No hubo química”, dice. Y sobre todo, no hubo plata para pagarles lo que cobraban. “El que menos me pidió quería 70 millones. El tope de la campaña es 300 millones, y uno fue tan descarado que pidió ¡680 millones!”, cuenta, todavía escandalizada.

Iría sola.

Pensó en otras formas de multiplicarse. Un camino, que también encontró cerrado, fueron los líderes viejos de su partido. Consiguió sus teléfonos, pensó que ya estarían retirados y dispuestos a apoyar a una principiante. Pero qué va. “Prefieren apoyar el voto útil, y no a una aventurera”, dice.

Estaba la posibilidad de las vallas. Ocho a 16 millones cada una. Un amigo le regaló una. El marido mandó a hacer un poste para hacer una valla en una de las paredes de su bodega. Nada que la fuera a catapultar.

Eso la dejó con el siempre apetecido y siempre ingrato “voto de opinión”.  Solo que para conseguir que la “opinión” se entere de su existencia necesita que los medios le den un espacio.

Para eso estaba su jefe de prensa, que se puso a llamar a los colegas. En un periódico le dijeron que lástima que no fuera santista, según cuenta la comunicadora. En otro, de otra ciudad, le hicieron una entrevista pero no ha salido todavía. En una emisora sí habló a su gusto. En Caracol y Rcn ni siquiera le pasaron al teléfono.

“Que diga algo feo de alguien”, fue la recomendación que un colega le dio a la jefe de prensa.  Pero la candidata no encontró contra quién irse lanza en ristre.

En las universidades no logró meterse en ningún debate. “Siempre invitan a los mismos”.

Aún así, no desfalleció. La tía de una de su equipo de prensa dijo que podía organizar una pequeña reunión en Arauca, y allá fue. También terminó en Cúcuta y en un puñado de otras ciudades pequeñas.

En uno de esos municipios que visitó porque algún familiar de algún amigo le organizó un combo, se encontró con el alcalde mientras volanteaba. El alcalde no le recibió el volante porque, según le dijo, era el alcalde y no podía participar en política. Ella, entonces, le dio la mano. Se la dejó en el aire. Tampoco le podía dar la mano. A ella no. Pero a los ocho días, estaba en la tarima con otro candidato menos primíparo.

¿Cuántos votos cree que podría sacar este domingo?, le pregunto. “No sé. De pronto saco los cien que temía mi amigo”, me dice, riéndose. ¿Será la última vez que se lance? Claro que no.

Dice que no sabe si se apunte a la próxima elección, pero da la típica respuesta de quien ya ha sido inoculado perdidamente con el virus: “así sea solo con los cuatro gatos que están asqueados de la forma de hacer política pienso seguir dando la pelea por este país”.


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