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No más reuniones

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Debe haber un montón de razones económicas simples y profundas sobre las causas de la ineficiencia estatal. No hablo propiamente de la corrupción (del acto voluntario de quedarse con algo que le pertenece a lo público) sino de la incapacidad del Estado – a través de sus funcionarios – de materializar una buena idea para las personas a las cuales les sirven. No tengo idea cuál es el nombre técnico pero estoy seguro que dentro de cualquier estudio de ineficiencia estatal debe estar esto como una de las causas principales: la obsesión con las reuniones. Tengo la fantasía de que el nombre técnico es reunionitis, aunque estoy seguro que algún académico de la administración de empresas ya le habrá puesto un nombre híper-técnico y engañoso como pérdida irrecuperable de eficiencia humana o algo por el estilo.

El fenómeno funciona más o menos así. Uno llega a trabajar a la oficina y alguien le hace saber a uno que quiere tener una reunión para poder resolver un problema particular. Como uno tiene otras cosas que hacer, usualmente exige un argumento mínimo de por qué es importante tener esa reunión. Nos convencen de que es un problema real y que merece una solución. En ese momento uno acepta, agenda la reunión, y tiene el privilegio de fingir que en efecto ya está trabajando en una solución. Después de todo, para eso es la reunión. ¿Hay un problema? No se preocupen, este jueves vamos a reunirnos para discutirlo. En ningún momento alguna de las partes pensó que tal vez en esa misma llamada o en ese mismo correo podrían haber discutido el problema para ver si podían resolverlo sin reunión. El objetivo de la reunión es, increíblemente, tener una reunión. En algunos casos más dramáticos, esta discusión ocurre en persona. Es decir – en una reunión. Se hace una reunión para cuadrar otra reunión.

Llega el jueves y llega la reunión. Por supuesto, y siéndole fiel a nuestras costumbres, todos llegamos al menos diez minutos tarde. En ese momento identifico los tres tipos de personas que siempre están: (1) los que tienen la impuntualidad ya tan inscrita en su ADN que no dicen nada y simplemente asumen que las reuniones empiezan tarde; (2) los que aún tienen vergüenza y dicen que hay mucho tráfico, o que no encontraron parqueadero, o cualquier otra razón cotidiana; y (3) los verdaderos profesionales de la burocracia que saben que está mal visto no decir nada pero que saben igualmente que no toca tener una excusa concreta. Siempre dicen que se “enredaron”, o alguna otra palabra que denote una dificultad indefinida.

Después empieza la pre-reunión. En ese pedazo, el dueño de la oficina les pregunta a todos si quieren tinto. Unos quieren tinto, otros quieren agua aromática. Para los pragmáticos: un vaso de agua sin hielo. Para los ilusos (o los novatos de la administración pública) un cappuccino. ¿No hay cappuccino? Un vaso de agua está bien. Hablamos de política un rato; si hay confianza, hablamos de fútbol.

Una vez termina este ritual, empieza la verdadera tortura. Alguien trae la pesadilla de toda reunión: el famoso video beam (ni sé si así se escribe). En los peores casos ya tienen el aparato instalado. En los mejores casos tiene que venir alguien a montarlo y tenemos otro rato para hablar de frivolidades. Para el momento en que el encargado puede proyectar su presentación, ya han pasado al menos 45 minutos desde la hora en que la reunión empezó. Ya varios de nosotros hemos recibido llamadas y le hemos dicho pasito a la otra persona que los llamamos en un rato porque estamos en una reunión. Estamos ocupadísimos.

Y ahora sí entramos en materia. Los que son vieja escuela llegan con su presentación de Power Point. Es incomprensible y tiene 76 diapositivas. Hacemos los cálculos y nos damos cuenta que si las vemos todas vamos a estar reunidos al menos 6 horas. Pues claro – cuando la presentación empieza con los antecedentes históricos de la institución donde estamos, qué otra cosa podríamos esperar. Lo más triste es que no estoy exagerando: en mi corta trayectoria pública, noté que la vasta mayoría de las presentaciones empiezan con el antecedente histórico. Sobra decir que esto no tiene importancia alguna para lo que vamos a discutir, pero sí le permite a la persona legitimar su trabajo ya que debe haberle metido tres días enteros a la presentación. No puede ser cortica. Tiene que ser un ladrillo.

La alternativa es cuando llegan con una presentación no de Power Point sino de algún otro programa que salta de un título a otro. Lo digo literalmente. Cada vez que van a pasar de tema la imagen salta de una forma más “divertida” (supongo que quieren hacerlo ver más moderno) y uno se marea. Son muchas figuritas, muchos circulitos y colores que, supongo, están hechos para ser más didácticos. Pero el contenido es el mismo. Antecedentes históricos, retos, fortalezas, debilidades, etc. Para este momento de la reunión, a uno genuinamente ya se le olvidó para qué era que se había reunido.

Cuando se acaba la presentación empieza el juego donde todos competimos por decir algo sofisticado que parezca relevante pero que no nos comprometa a nosotros o a la institución que nos mandó de alguna forma. Los que llevan unos años en este ritual ya saben cuáles son las palabras mágicas: coordinar, planear, discutir, etc. Pero la mejor de todas, sin duda – la palabra que los va a hacer parecer unos grandes administradores públicos – es “articular”. Tenemos que articularnos. Tienen que articularse. Hay que articular las instituciones. Hay que articular los equipos. Después de que alguien dice que hay que articularse, todos asienten con satisfacción y, convenientemente (ya que es hora de almuerzo o es hora de irse a la casa) se acaba la reunión. ¿Cuál fue la conclusión? Aparte de la necesidad de articular, probablemente los asistentes opinan que hay que hacer unas “mesas de trabajo”. Esas mesas de trabajo son simplemente otras reuniones donde se decide que hay que planear más, hay que coordinar más, y sobre todo, hay que articular. Esto significa que se hizo una reunión donde la conclusión es que hay que hacer otra reunión.

Y en esto se la pasan los funcionarios públicos. Reuniéndose. Reuniéndose para evitar el trabajo, o para evitar la ejecución de una idea. Reuniéndose porque en algún momento de nuestra perezosa función pública, el hecho de hacer reuniones se convirtió en un indicador positivo sobre el nivel de trabajo. La persona que va a muchas reuniones debe estar trabajando arduamente en ese tema.

Pero es mentira. Las reuniones son una mentira. Su preparación, lo que se dice en ellas, y lo que se concluye, es toda una mentira. No estamos haciendo nada más que hablar paja. Por supuesto que debe haber reuniones útiles y productivas, pero tengo la fuerte sospecha de que son absolutamente marginales al lado de la enferma reunionitis que hay en el Estado. Esta ineficiencia se está comiendo viva la productividad de los funcionarios públicos y le está quitando valioso tiempo a los que tienen la disposición de hacer algo útil. ¿Será demasiado ingenuo pensar que podemos tener una burocracia sin reuniones y que los problemas los podemos discutir y ofrecer soluciones en la misma llamada que invita a la reunión, o en los correos, o en las charlas previas? Suena demasiado fácil, pero creo que si adoptamos una política seria de restricción de la cantidad de reuniones, los funcionarios públicos no tendrán alternativa sino trabajar de verdad.

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