Todos le vaticinamos la catástrofe si el NO triunfaba el pasado dos de octubre en el plebiscito que convocó para refrendar el acuerdo alcanzado con la guerrilla de las FARC para lograr su desmovilización y desarme voluntarios. La renuncia fue incluso insinuada por él en alguna entrevista a un medio internacional si eso llegase a ocurrir.
Su gobernabilidad estaría gravemente herida, dijimos, y resulta que hoy dos meses después no solamente se ha visto reforzada, sino que pasa quizás por el mejor momento de su gobierno. Hasta repuntó en aceptación en algunas encuestas.
No es la primera vez que la capacidad política de Santos sorprende a todos. Las apuestas casi siempre han estado en su contra y sin embargo consiguió las metas que parece haberse impuesto incluso desde niño: ser Presidente de Colombia y ganarse un capítulo en la historia.
Durante años se dijo que no superaba el margen de error porque sus registros en las encuestas sobre intención de voto para las elecciones presidenciales, en las que lo están midiendo desde 1994, no superaban el 3 o 4 por ciento, y así estuvo durante diez años. Era como la antítesis del candidato exitoso: aristócrata, alejado de la gente, con mala oratoria y problemas de dicción, sin conocimiento de la Colombia profunda y ni siquiera de las afugias de la clase media. Así y todo, ganó una elección presidencial y se hizo reelegir con la más alta votación de toda la historia.
Ha tenido fama de ambicioso y desde siempre se dijo que estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de alcanzar sus metas. Por eso tiene pocos amigos de verdad. En la política prácticamente ninguno, ahí tiene aliados de los que se desconfían mutuamente. Su círculo de amigos es herméticamente cerrado, casi todos del club y compañeros de golf y de las cartas, pasatiempos que tuvo que abandonar durante estos ya más de seis años de Presidencia.
Esa reputación repetida en todos los corrillos trascendió a la opinión pública y se volvió un karma luego de que, sin explicación suficiente, decidiera alejarse de quien resultó ser a regañadientes su mentor principal para llegar a la Presidencia de la República: Álvaro Uribe. De ahí en adelante fue condenado por la mayoría de los ciudadanos que, en Colombia, en una actitud curiosa, en política castigan más la “traición” que, por ejemplo, la corrupción. Ya hace años su opinión desfavorable prácticamente duplica la favorable en todas las encuestas.
Es tal la fama que prácticamente nadie le atribuye a su persistencia por llegar a un acuerdo con las Farc una motivación llamémosla bondadosa, muchos creen que ya en la Presidencia lo hacía solo por vanidad histórica e incluso suponen que era simplemente por obtener esa especie de coronación que precisamente hoy celebra en Oslo en la ceremonia en la que se le entrega el Premio Nobel de paz.
Con esos antecedentes parecía fácil suponer que no resistiría un golpe político de la magnitud de la derrota en un plebiscito, del que prácticamente nadie en el mundo ha logrado sobreaguar. Recientemente el primer ministro inglés David Cameron y su homólogo italiano Matteo Renzi tuvieron que renunciar solo horas después de perder referéndums políticamente similares al del 2 de octubre en Colombia.
Santos no solo no renunció, sino que interpretó el resultado como un pedido ciudadano para liderar un diálogo nacional y gracias a que al tercer día, como en la historia cristiana, se llenó la Plaza de Bolívar de Bogotá con un reclamo auténtico mayoritariamente de jóvenes bogotanos, pudo decir que la gente lo que quería era un acuerdo y un acuerdo ya, que era el slogan con el que espontáneamente se había gestado la movilización en un salón de la revista Semana, donde un par de meses antes se había organizado un representativo grupo de la “sociedad civil” y había animado a estudiantes universitarios a salir a la calle con banderas blancas a apoyar el proceso con las Farc.
Luego vino el anuncio del Nobel, que, sin embargo, a una parte de los colombianos no les caía bien porque les confirmaba esa intención más bien fútil que le atribuían a Santos. Él lo capitalizó para no dejar perder sus apoyos: la coalición política y los “cacaos”.
Las renuncias de los gobernantes que pierden plebiscitos las suelen pedir sus aliados. A Cameron se la pidieron desde su propio partido y Renzi se quedó solo tras el resultado. A Santos, en cambio, los símbolos de la movilización ciudadana y del Nobel, y la hábil interpretación que hizo del resultado le permitieron mantener sólida la coalición política y reforzar el apoyo de los ricos –salvo el de Ardila Lülle- que son, a su vez, los propietarios de los medios de comunicación.
Con eso y con la voluntad de las Farc de llegar a un acuerdo logró en pocas semanas que esa organización aceptara condiciones que se habían discutido durante años y que siempre habían rechazado. Se jugó con éxito, aunque no sin debates que se mantendrán, que el 75 por ciento del Congreso refrendara el nuevo acuerdo y todo indica que obtendrá un aval de la Corte Constitucional para seguir adelante con la implementación por la vía rápida.
A esa increíble demostración de capacidad política se sumó la aprobación en primer debate y la casi segura en segundo de la reforma tributaria que incluye la muy impopular decisión de incrementar en tres puntos el IVA. Otra vez todos los partidos de la coalición votaron esa propuesta en una especie de debate relámpago en el Congreso liderado por el único ministro que goza verdaderamente de la confianza del Presidente, el de Hacienda Mauricio Cárdenas.
Santos resucitó al tercer día y su historia es un perfecto caso de estudio para facultades de ciencia política. La “mermelada” con la que muchos despacharan la explicación es abiertamente insuficiente. Su origen “aristócrata” tampoco alcanza. En cambio, su demostrada habilidad para mover las piezas merecerá un análisis más detenido para entender cómo hacer converger los factores de poder.
