El cuento que le faltó escribir a Gabriel García Márquez trata sobre el duelo nacional que generó la muerte de un escritor de renombre mundial. Convocados por la tristeza y la solemnidad, el Presidente declara en directo que este gigante de las letras siempre apoyó la bandera de su reelección; el apolillado expresidente –enemigo de quien hoy lo reemplaza– nos recuerda que fue él y nadie más quien prometió una carretera que pasará o pasaba por el pueblo natal del personaje ilustre, y, desde la plaza pública, el auto proclamado líder de los pobres, los campesinos y los estudiantes, muestra la evidencia de que el escritor era, a la postre, un indignado igual a él.
Mientras los periodistas y literatos buscan esa foto en ese coctel, en esa conferencia donde posaron con el escritor fallecido –qué más da si mira en otra dirección o si el flash de la cámara lo sorprendió tanto como quien se le paró al lado– y engalanan su pésame con el trofeo, el Presidente se dirige al país por televisión:
“Tuve el privilegio de ser su amigo, y debo decir que él –más que ningún otro– me estimuló siempre, y me acompañó muchas veces, a buscar la paz, a trabajar por la paz”. La feliz coincidencia, en medio de tanta congoja, es que el epitafio de un gran hombre y un amigo coincide con un eslogan de campaña.
El día avanza a ritmo acelerado a pesar de ser Jueves Santo, un detalle que solo quedará claro en la narración cuando aparezca el expresidente a caballo, en medio de un desfile religioso, prendado del celular que usa para escribir miles de memoriales diarios a razón de 140 caracteres por agravio.
El azar quiso que ese mismo día muriera un exministro de su entraña (un ingrediente adicional en la trama), lo cual para los allegados implica una doble amargura: la pérdida física y la certeza de que será un muerto de segunda categoría, a años luz del escritor –cuya muerte ya acapara los titulares de todos los medios de cualquier país que se precie de ser civilizado–.
En un truco habitual en el repertorio de este político, para quien los caminos del destino siempre convergen en él, se decide a homenajear, a la vez, a su exfuncionario de obras y transporte y al escritor ausente.
Andrés Uriel concibió la Ruta del Sol, autopista que pasa por Aracataca donde Gabo nutrió su inspiración.
— Álvaro Uribe Vélez (@AlvaroUribeVel) April 19, 2014
El señor expresidente conoce su tribuna y sabe que la contradicción pasará desapercibida. Solo en los foros literarios en línea que nadie visita se hablará de lo absurdo que resulta recordar la obra vernácula del escritor aludiendo a una autopista.
El último personaje de esta historia es el jefe de los indignados. Dedicado hasta hace poco a gobernar la capital, el exceso de confianza (esa maldita costumbre de pontificar sentado de medio lado) y el apetito de sangre de un funcionario fanático, lo dejaron sin la majestad de su cargo pero con una oportunidad de oro. Desde las calles, libre de responsabilidades y con el rigor de un manual de filosofía, hace lo que más le gusta: dar discursos.
Acá el cuento hace una digresión corta. De tiempo atrás el exalcalde venía comparándose con uno de los caudillos sagrados del pueblo. Eran víctimas de la misma persecución, portaban las mismas banderas, llevaban la misma semilla revolucionaria en la estirpe. Su lucha –la de él y la de él– era una sola.
Ahora, con el escritor fallecido podían tenderse puentes nuevos. Si estuviera vivo, sería un indignado más. O mejor: si el líder político hubiera estado vigente cuando al escritor lo persiguieron 30 años atrás, lo habría arropado en su ala y lo habría invitado a la tarima. No debe estar en el testamento, pero seguramente nuestro escritor adhirió en silencio a esta revolución.
Ojalá que una sociedad que ve morir su mejor hijo en el exilio, no vea vivir su juventud en el odio y en medio de la muerte. Es hora de Paz
— Gustavo Petro (@petrogustavo) April 20, 2014
No tengo claro aún cual podría ser el final de este cuento (y disculpen mi atrevimiento), pero sí tengo una frase pensada para el comienzo. Después de introducir a estos hombres que honran la memoria del escritor, que guían el luto colectivo cuando nadie digiere del todo la noticia, el narrador advierte: “Ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores”.*
* Los funerales de la Mamá Grande.