Con la de esta semana, Daniel Coronell completó cuatro columnas consecutivas hablando del doble rasero de Álvaro Uribe. La tesis es más o menos así: la paz que Uribe critica hoy no difiere mucho de la que buscó como presidente. Por supuesto, cada una de esas columnas del columnista más leído del país termina moviendo la agenda de los medios y definiendo el debate político. Pero la realidad no avanza sino que se recicla. El tema es otro pero es el mismo.
Las columnas de Coronell son actos compuestos que van más allá de él. Primero está el texto en Semana, que intenta mostrar un hecho nuevo sobre un episodio viejo. Después está el seguimiento en Noticias Uno, donde la columna de opinión se blinda como denuncia periodística –la noticia es la columna y la columna contada como noticia–. Finalmente, la denuncia se toma las emisoras. La columna es el tema del día. Ahí termina el guion: en los micrófonos los anti-uribistas atacarán y los uribistas se defenderán atacando.
De manera paralela ocurre un ritual en Twitter. Con el primer café del domingo, Coronell difunde la columna y la reescribe varias veces a manera de tuits. Miles ponderan su trabajo y miles más lo reprueban. Como si mezclara música, Coronell alterna críticas y elogios, cambia de ritmo y regresa a su tonada. Suena la columna de nuevo.
Coronell espera el acto de fondo: la llegada de Uribe y de los furibistas –el propio Uribe, sus hijos, su escolta parlamentaria–, que arremeterán a punta de señalamientos, insultos y difamaciones, y la respuesta de los anti-uribistas, que saldrán a defenderlo con una táctica similar. Coronell también entra en la confrontación, ataca, reivindica su arrojo, protege el texto con su propio cuerpo.
Me pregunto si a estas alturas, con una década larga de uribismo nacional a cuestas, ese despliegue de músculo periodístico tiene algún efecto distinto a reteñir los ya reteñidos linderos políticos y cebar los ya cebados resentimientos entre cada bando. Y me pregunto también si en la coyuntura de un proceso de paz frágil y volátil, estas constantes cuentas de cobro alrededor de una sola persona impiden cualquier discusión sobre la verdadera dimensión del problema.
Valga la pena decir que estoy de acuerdo con el planteamiento de Coronell sobre este tema: Uribe no solo buscó un proceso de paz con la guerrilla, sino que lo hizo de manera errática e improvisada. No obstante, a fuerza de repetición el ejercicio de la columna se volvió un acto de auto-complacencia, tanto para el que escribe como para el que lee. Para el que está de acuerdo y para el que no.
Se trata de un experimento de laboratorio inagotable: cada cual se satisface comprobando la misma hipótesis de mil maneras distintas. Quienes concuerdan con Coronell, ven en el microscopio el gen de ese uribismo que tanto les repugna. Y quienes no, ven un vil ataque más que los fortalece.
Hacer la contabilidad constante del cinismo de un político es una tarea cuyo mérito se agota entre más se hace. No solo porque el cinismo se vuelve parte indisoluble de ese político, sino también porque quien se dedica a llevarle las cuentas pendientes termina siéndole útil. En este caso, la repetición de Daniel Coronell va estrechando cada vez más el cuadrilátero entre él y su antagonista, dejándonos a todos de observadores. Pero, sobre todo, nos obliga a regresar una y otra vez al Uribe presidente, que es como él quiere verse en el debate.
No hay duda de que el éxito de este proceso de paz dependerá en gran parte de la posición que asuma el uribismo, que es Uribe antes que cualquier cosa. No obstante, o más bien, precisamente por eso, es hora de que los críticos de Uribe reinterpreten el lugar de él en el presente. En la ecuación del mesianismo van de la mano fieles y pecadores.