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La justicia politizada y la política judicializada

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La encuestadora Gallup reveló hace unos meses que por primera vez en 20 años de mediciones la imagen de las instituciones judiciales del país es más negativa que positiva.

 

En la medición de septiembre del año pasado el 79% de los colombianos tenían una mala imagen del sistema judicial, cifra que aumento al 83% en diciembre.

 

Increíblemente, el desprestigio de la jurisdicción superó la imagen negativa del Congreso de la República, que con un 69% de desfavorabilidad, siempre había sido el campeón de la impopularidad institucional y, lo que es peor, el concepto negativo que tienen los colombianos de su aparato judicial es generalizado: la Corte Suprema tiene una imagen negativa del 55%, la Fiscalía del 52% y la venerable Corte Constitucional del 43% (su imagen positiva no llega al 41%).

 

Sin embargo, estas catastróficas cifras no parecen haber inmutado a los directivos de la rama quienes insisten en atribuir su desprestigio a la mala leche de los medios de comunicación, la indolencia del ejecutivo y a la ingratitud de la opinión pública.

 

De hecho, el presidente de Asonal Judicial, Fredy Machado, amenazó con reanudar el paro judicial este mes y así romper el record mundial de cesación de funciones judiciales en un estado de derecho: 73 días, sin contar vacancia judicial, en 2014; a lo que habría que sumar los 28 días en 2012 y los 43 días en 2008.

 

Decir que vivimos en un país sin justicia pasó de ser un exceso retórico a una verdad literal.

 

Paradójicamente, hace poco más de 20 años los colombianos acordamos una constitución cuyo principal objetivo era fortalecer a la rama judicial dándole autonomía funcional y presupuestal. No solamente se creó el Consejo Superior de la Judicatura, la Fiscalía General de la Nación y la Corte Constitucional sino que se fortaleció la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado dándoles facultades electorales en los entes de control del ejecutivo.

 

Todo este andamiaje institucional estuvo acompañado de un aumento significativo en los recursos, pasando del 0.5% del PIB en 1994 a casi el 1%. Actualmente, Colombia supera a los Estados Unidos y a todos los países latinoamericanos, menos Argentina, en el porcentaje del presupuesto nacional dedicado a la justicia.

 

No obstante los resultados son lamentables. Sin duda, tratar de resolver el problema ahogándolo en plata, como propone Asonal, no es el camino.

 

Alguien dijo hace unos días que en Colombia la justicia se había politizado y la política se había judicializado. Por ejemplo, el presidente del Consejo Superior de la Judicatura es un ex parlamentario y otro de sus más poderosos miembros fue secretario general de la Cámara de Representantes durante cuatro períodos.

 

Pero no solo es un tema burocrático. Recientemente el Consejo de Estado emitió un controvertido fallo donde le genera una eventual responsabilidad fiscal a los congresistas por la inconstitucionalidad de las normas que expiden, lo cual se estrella de frente contra la separación de poderes y en la práctica convierte a los jueces en colegisladores.

 

De otra parte, los jueces están incursionando cada vez más en política, desde los estrados y fuera de ellos. Recientemente el anterior presidente del CSJ, destituido por el “yo te elijo, tu me elijes” salió a aspirar a la Federación Nacional de Departamentos, la organización de políticos regionales por excelencia, y es vox populi que altos funcionarios de la rama intrigan permanentemente ante el ejecutivo para que les nombren sus recomendados.

 

Tal vez la evidencia más protuberante de la politización es la utilización de la Corte Constitucional como trampolín político. Recordemos que tres notables magistrados cambiaron la toga por la militancia política, la mayoría en la izquierda: Carlos Gaviria, senador y candidato presidencial, José Gregorio Hernández, candidato vicepresidencial y Jaime Araujo, candidato presidencial por una cosa llamada Unión Social Demócrata.

 

El problema de la justicia, tal vez el más grave de los que persisten en el país, es mucho más que un tema de presupuesto. Las líneas divisorias entre los poderes públicos se han desdibujado desde 1991 y la judicialización de la gestión pública a todos los niveles es cada vez más profunda. Por eso para resolverlo, hay que poner primero que todo, a cada loro en su estaca. 


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