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Blanca Sierra es una de las desplazadas que regresó a Las Palmas (en San Jacinto, Bolívar) como parte de un retorno colectivo emblemático que, ante la multitud de promesas incumplidas, es cada vez más frágil. Fotos Andrés Bermúdez Liévano. |
El 13 de diciembre pasado retumbaron los fandangos y los sonidos de la tambora en Las Palmas, un rincón de los Montes de María que comenzaba a recuperar la vida tras años de abandono obligado.
Ese día, que coincidía con las fiestas patronales de Santa Lucía, regresaron con gran bombo 77 familias de palmeros a ese corregimiento de San Jacinto (Bolívar) que estaba a punto de ascender a la categoría de municipio cuando los paramilitares del Bloque Norte lo asolaron en 1999 y lo condenaron a ser, por más de una década, un pueblo fantasma. Por todos lados se respiraba optimismo.
Cinco meses después, el retorno colectivo de Las Palmas -uno de los más emblemáticos del Caribe- parece más una desbandada que un caso de éxito. Una veintena de las familias que volvieron a vivir en este pueblo en el centro de Bolívar ya partieron de nuevo. Otras tantas están pensando seriamente empacar sus maletas y volver a las vidas a las que se acostumbraron, a la fuerza, en 16 años de desplazamiento.
“La gente se viene para Las Palmas y no tiene nada. Este retorno es, en verdad, un supuesto retorno”, dice Blanca Sierra, mientras llena una totuma de agua y se la echa a la olla puesta sobre el fogón al aire libre en el patio de su casa familiar. Esta palmera de 40 años, una de las líderes más visibles del pueblo, solo ha vuelto a medias y todavía tiene a sus tres hijos -dos colegiales y una universitaria- en su casa de Turbaco, en las afueras de Cartagena.
La historia de Sierra y el centenar de familias que han ido volviendo a Las Palmas en los últimos meses muestra cómo -con tantas promesas incumplidas o cumplidas a medias, amontonadas unas sobre otras- los retornos de muchas comunidades víctimas a sus pueblos de origen siguen siendo frágiles y precarios.
También está dejando en evidencia la incapacidad del Gobierno para garantizarles una serie de compromisos, que -en su mayoría- dependen de una coordinación entre distintas entidades que en los lugares azotados por la guerra como los Montes de María sencillamente no existe.
El 13 de diciembre del 2014, 77 familias palmeras regresaron al corregimiento de donde habían huido hace 16 años, en medio del auge del paramilitarismo en los Montes de María. |
A Las Palmas se llega por una carretera destartalada de 15 kilómetros, que se vuelve un lodazal casi intransitable en los fuertes inviernos que sacuden esta región fértil y corrugada que durante años fue un corredor estratégico para las Farc y los paras por su cercanía con el mar, las sabanas de Sucre y el río Magdalena.
Aunque está recién hecha y todavía no ha sido formalmente entregada, esta vía -a la que el Invías nacional le invirtió 1.800 millones de pesos como parte del proceso de reparación colectiva a Las Palmas- ya está deshaciéndose. En varios tramos, las orillas de la carretera ya no son planas y parejas sino que se han ido llenando de baches ondulados y de cascajo.
La mayoría de palmeros coinciden en su veredicto: los contratistas no le hicieron los desaguaderos o las canaletas que permitirán que en época de lluvias -que en los Montes de María suelen ser torrenciales- el agua se filtre hacia los lados en vez de llevarse todo.
Al hablar con ellos, todos repiten las historias de las veces en que eso ya ha sucedido. En 2009, durante el gobierno de Álvaro Uribe, el gobierno japonés donó 400 millones de pesos para recuperar toda la vía de San Jacinto a Bajo Grande, que pasa por Las Palmas. Meses después de ese arreglo, la vía que el entonces vicepresidente Pacho Santos anunció con gran bombo, ya estaba deshecha. Un año después, el entonces alcalde Joaquín Güette anunció otros 1.700 millones para la vía, con su sucesor Hernando Buelvas explicando luego que “esos dineros se ejecutaron durante la anterior administración, pero cada que vuelve la lluvia la vía se deteriora”.
Esa carretera -la única puerta de salida para las casi 150 familias que hoy viven en Las Palmas- es apenas la primera de muchas promesas que los palmeros retornados están esperando ver materializadas.
Su regreso a San Jacinto comenzó a gestarse cuando en octubre de 2013 marchó a la Plaza de Bolívar en Bogotá la bien organizada comunidad palmera de Suba, un centenar de familias que en su mayoría trabajaban en restaurantes de comida rápida.
Ese día Paula Gaviria, la directora de la Unidad de Víctimas, les prometió que el Gobierno los acompañaría en su retorno y empezaron a trabajar todos juntos para organizarlo. Se les fueron sumando familias regadas por toda la Costa, desde Maicao hasta Montería. Aunque aún no se cumplían los 14 componentes que debe tener un retorno según la Ley de Víctimas, Gaviria y los palmeros decidieron ponerle el acelerador. Al fin y al cabo, parecían firmes las promesas para garantizarles algunos de esos 14 derechos, como salud, educación, vivienda y la vía.
La Defensoría del Pueblo, que lidera Jorge Armando Otálora, fue la única voz disonante, al advertir que no estaban las condiciones para volver. Pero la decisión de los palmeros estaba tomada. Querían volver.
“Era casi una apuesta política”, dice una persona que ha seguido de cerca el caso de Las Palmas, pero que prefiere no dar su nombre porque es funcionaria pública.
Esa apuesta política es la que, al menos ahora, se ve enredada. El optimismo, palpable en la colorida sábana que cuelga en la Casa de la Cultura y que anuncia “Señores y señoras del mundo: nuestro pueblo se está recuperando”, ha ido apagándose.
“Yo estoy que me devuelvo porque acá no hay nada. Nos prometieron muchas ayudas pero no nos las han brindado”, dice cabizbajo Richard Narváez, frustrado tras haber dejado atrás una década de vida en Bogotá, mientras camina por una de las calles de tierra del pueblo.
Alrededor suyo todavía se ven muchas casas abandonadas. O, más bien, su cascarón: las paredes desconchadas, las típicas celosías con formas ovaladas y geométricas, las vigas rotas y los techos de cinc oxidado. La basura se arremolina en su interior. Y sobre sus porches de cemento agrietado, el rosado intenso de la flor de cortejo que crece como la maleza.
De la escuela secundaria que Las Palmas estaba a punto de estrenar cuando casi 5 mil personas salieron desplazadas solo quedan las ruinas. |
A las diez de la mañana, tras pasar el recreo jugando cobijados por la sombra de un techo de paja, los 36 niños palmeros regresaron en fila india al pequeño aula de clase que funciona en un salón de la sacristía.
Ana María, la única profesora del pueblo, intentaba ponerles orden pero, en la esquina al lado de la puerta, un estudiante le hacía poco caso. Se agarraba la barriga y de su boca salía un llanto entrecortado, como si tuviera hipo. Llevaba una hora llorando así.
Unos minutos más tarde llegó su abuela, una mujer sexagenaria que lo cuida en Las Palmas mientras la madre trabaja en Barranquilla.
“No tengo un peso”, le dijo la mujer en voz baja a la profesora, la impotencia dibujada en su rostro. No tenía los 10 mil pesos que cuesta cada trayecto hasta San Jacinto en mototaxi.
“Lléveselo porque ¿qué va hacer con él acá? Usted no es enfermera y yo tampoco”, le respondió ella. Acto seguido se dio vuelta e intentó tranquilizar al niño. “Cálmate que vas a asustar a tu abuela y a todo el mundo. Ya te vamos a llevar al médico”, le dijo.
Minutos más tarde se lo llevó a la Casa de Cultura, a donde comenzaban a llegar los funcionarios públicos de San Jacinto y de Cartagena que participarían en el 'comité territorial de justicia transicional', que no es otra cosa que un corte de cuentas a los avances del retorno y a los compromisos que se comenzaron a pactar en junio del 2013 que arrancó el proceso.
Ana María le preguntó a las funcionarias del Icbf si la camioneta que las había traído podía llevarlo, pero ellas le repusieron que estaba prohibido transportar a personas ajenas a la entidad. Varios palmeros las rodearon y les imploraron que ayudaran al niño, hasta que ellas -presionadas por una decena de retornados- cambiaron de opinión y el niño arrancó. Al final, tras haberlo revisado, resultó ser un simple cólico, pero -para los palmeros- esa debería ser una voz de alarma para el Gobierno que los trajo de regreso.
“Hoy porque está viniendo harto carro, pero sin carro y sin plata, imagínese”, dice Pedro Díaz, mientras señala una casa blanca esquinera. Su puerta metálica está cerrada con llave, el corredor visible a través de las ventanas corredizas completamente vacío. En una de las puertas adentro se alcanza a ver un desteñido letrero que dice 'vacunación'.
Ese es el único indicio de su misión: es el puesto de salud que inauguraron en diciembre, hoy abandonado a pesar de la promesa de que tendrían una enfermera de manera permanente y un médico que vendría de tanto en tanto desde San Jacinto. Al doctor nunca lo vieron. La enfermera tuvo líos con su contrato y, al ver que no recibiría ningún pago por su trabajo, no volvió más.
“No hay ni cómo medir la presión”, dice Juan Enrique Rojas, un hombre de 77 años, de piel curtida por el trabajo en el campo y un ancho sombrero que lo protege del abrasador sol de mediodía.
En diciembre Rojas regresó solo, tras vivir 14 años en Cartagena, y ahora cultiva yuca y ñame en la parcela que había dejado abandonada. Es uno de los “macho solos”, el nombre con el que bautizaron los retornados a los abundantes hombres que hay sin pareja. “Yo soy hipertenso, pero no hay quién me examine. A veces me he ido hasta a pie hasta San Jacinto por las pastillas”, dice, su brazo extendido señalando la calle principal del pueblo donde arranca el trayecto de 15 kilómetros.
No es la única promesa incumplida. Los 36 niños de cinco a doce años que deben compartir una única profesora en la escuela primaria al menos han tenido mejor suerte que los 19 adolescentes del pueblo.
Como allí no hay bachillerato tienen que ir hasta San Jacinto y, contrario al compromiso pactado desde hace dos años, no había transporte para ellos cuando arrancaron las clases a finales de enero. Cansados tras verlos perder más de tres meses de clase, en Semana Santa los palmeros se organizaron y hoy están yendo apretujados en un viejo jeep. Tres de ellas son las hijas de Richard Narváez, que -según cuenta él- nunca perdieron más de un par de días de colegio en Suba.
Toda una ironía para un pueblo que se precia de ser, en palabras de un palmero, “el corregimiento más educado de Bolívar y quizás de la Costa”. En este rincón de los Montes de María se enorgullecen mucho de su alta proporción de profesionales universitarios, que en los años noventa fundaron el Comité de Profesionales de Las Palmas con la idea de -en su tiempo libre y con su propia plata- sacar adelante las obras que el pueblo necesitaba.
Esos 200 palmeros solo alcanzaron a darle forma a un primer proyecto: un muro de piedra que rodea el cementerio. Y solo parcialmente, ya que -tras haber construido las dos primeras paredes- a mediados de 1999 llegó lo peor del acoso paramilitar, que ya había dejado una 11 muertos en los tres años anteriores.
Ese 27 de septiembre, 17 paramilitares del Frente Héroes de los Montes de María -al mando de Sergio Manuel Ávila, alias '120', y Juan Manuel Borré, luego cabecilla de los Rastrojos- sacaron a los niños de la escuela y reunieron a todo el pueblo en la plaza. Asesinaron a cuatro personas, entre ellos dos familiares de Blanca: su hermano Rafael Sierra y su primo Tomás Bustillo.
Las 600 familias que vivían en Las Palmas salieron corriendo. Terminaron regadas por todo el país, e incluso en España, Venezuela y Suiza. Casi todo el pueblo engrosó el registro que lleva la Unidad de Víctimas, en donde aparecen 18 mil de los 21 mil habitantes de San Jacinto.
Entre lo que dejaron abandonado estaba una flamante escuela secundaria, que estaba recién terminada y lista para estrenar.
Hoy es un manojo de ruinas a un costado de la iglesia. Los dinteles rojos de madera están carcomidos por el tiempo. El laboratorio tiene un hueco enorme en el suelo. En la biblioteca apenas están las huellas de los estantes en el mueble de mampostería. En uno de los salones se lee todavía “God is love” en el pizarrón. “Dios es amor”. Cualquier paso en esas habitaciones es bienvenido por el revoloteo de decenas de murciélagos. Hay caca por todos lados.
El portón de entrada al colegio, en la esquina de la minúscula plaza, tiene los nombres de los palmeros que fueron víctimas fatales del horror paramilitar. “Nosotros no olvidamos nuestras víctimas” y “Estamos vivos”, dice.
En otro muro del colegio se lee 'oración del palmero'. “Bendice a cada uno de ellos donde se encuentran y ayúdalos a solucionar los inconvenientes que tengan para que encuentren la dicha de algún día volver a las calles que los vieron nacer”, pide la plegaria, firmada por Diomedes Díaz Sierra. No el famoso cantante vallenato, sino un tocayo suyo palmero.
Del otro lado de la iglesia hay un pequeño parque infantil y, justo en frente, dos motores gigantescos que ronronean. Aunque fueron pensados como una solución temporal mientras Electricaribe reconectaba a Las Palmas a la red eléctrica el 13 de diciembre del retorno, su sonido palpitante parece probar que -como reza el dicho popular- no hay nada más definitivo que lo temporal.
Además de un compromiso para el retorno, la luz era uno de los puntos centrales de la reparación colectiva a los palmeros, dado que los paramilitares se llevaron los cables y muchos de los postes de madera.
El gobernador Juan Carlos Gossaín prometió reconectarles la luz, un gesto político que le permitía cerrar simbólicamente un círculo que había abierto su padre Marún Gossaín Jattin, quien -como gobernador designado por Belisario Betancur- conectó a Las Palmas por primera vez a la luz hace tres décadas. Para tener contentas a las 60 familias que estaban viviendo allí antes del retorno masivo, les mandó los dos motores “para que se vean el Mundial”.
Cinco meses después, pese a los compromisos de unos y otros, no hay luz. La Gobernación de Bolívar ha seguido pagando la gasolina que los pone a correr y la camioneta que la trae desde San Jacinto, pero ninguna presión ha logrado que Electricaribe la traiga. Gossaín tampoco volvió al corregimiento.
Del sueño de un acueducto tampoco hay noticias, desde que la Unidad de Víctimas pagó los 80 millones de su estudio y se lo llevó al Ministerio de Vivienda de Luis Felipe Henao.
La mayoría de palmeros sigue recogiendo el agua de lluvia en unos tanques de 2 mil litros que les regaló hace un año Usaid, el brazo de cooperación del gobierno gringo, para que no tuvieran que hacerlo más en una laguna cercana. Quienes llegaron después del 13 de diciembre y se perdieron esa repartición suelen ir de vecino en vecino, pidiendo un balde para cocinar o lavarse.
“El sufrimiento mío es que no todos los días puedes pedir regalado porque la gente se cansa o no le alcanza”, dice Julio Gamarra, un palmero que regresó tras 18 años en Suba, después de que las Farc lo declararan objetivo tras haber prestado el servicio militar. Su esposa y sus dos hijos todavía están en el cercano municipio de Arjona, esperando que se les arregle el problema del agua.
La mayoría de las viviendas de los palmeros que han regresado están -como la de Idelfonsa Díaz y su esposo- en estado precario, con techos enclenques y muros agrietados. |
La luz, el colegio, la vía, el agua y el puesto de salud. Cinco ausencias que contradicen la promesa que hizo Paula Gaviria, ese soleado día de diciembre en la recién inaugurada Casa de la Cultura, de que “los palmeros deben tener a su disposición todo lo que necesitan para vivir en condiciones dignas”.
La mayoría de los retornados palmeros defiende a la Unidad de Víctimas. Al fin y al cabo, han sido sus acompañantes en todo el proceso, quienes les han girado las primeras indemnizaciones, quienes coordinaron el retorno.
Pero sienten que estos cinco meses han transcurrido en vano. “Aunque tenemos el acelerador metido a fondo, vamos lento”, admite un funcionario del Gobierno que trabaja con víctimas.
Esas son precisamente las quejas que tenían listas el viernes 24 de abril, cuando se hizo la primera reunión de seguimiento desde el regreso a Las Palmas.
Allí llegó el alcalde sanjacintero Hernando Buelvas, acompañado por cuatro de sus secretarios: el de Gobierno, el de Educación, el de Infraestructura y la de Salud. También el personero, el procurador regional, varios funcionarios de la Unidad de Víctimas de Cartagena, así como gente del DPS y de Bienestar Familiar.
Bajo el abrasador sol montemariano, se sentaron cien palmeros en el patio trasero de la flamante Casa de la Cultura. La misma que construyó la Unidad de Víctimas -como parte del proceso de reparación colectiva- sobre el terreno de la vieja escuelita primaria que fundó en los años setenta el cura español Javier Cirujano Arjona, originario de Las Palmas pero las de las islas Canarias.
Y la misma donde los palmeros hoy atesoran cientos de fotos antiguas de tiempos mejores y un muro de los lamentos con los pendones de la veintena de personas asesinadas. Entre ellas el padre Javier, quien fue torturado y asesinado en 1993, aparentemente por las Farc. O los familiares de Blanca Sierra, quien ese día llevaba una foto que le iba a poner a su primo Tomás Bustillo para reemplazar la silueta negra encima de su nombre.
La reunión se anticipaba tensa, pero el alcalde Buelvas -con quienes los palmeros han tenido una relación difícil- tomó la palabra y elogió al corregimiento que, en sus palabras, “como el Ave Fénix nace de las cenizas”.
Acto seguido, puso sobre la mesa la mayoría de los reclamos de los palmeros. Algo sorprendidos pero también tranquilizados de ver sus preocupaciones reconocidas públicamente, los palmeros se mantuvieron sentados y callados.
Buelvas admitió que la vía estaba dañándose y prometió no recibírsela al contratista hasta que esté perfecta. Reconoció que el jeep escolar no es seguro y se comprometió a abrir otra licitación que reemplace la que hace unos meses no tuvo proponente. Admitió que no hay enfermera, aunque le atribuyó el problema al hospital de San Jacinto que es independiente de la alcaldía. Y prometió que la escuela se reconstruiría apenas encuentren el desaparecido título de propiedad del lote, donado hace décadas por un ganadero local, y se aclare su propiedad.
También prometió poner plata para el acueducto que sigue paralizado por su alto costo (1.300 millones de pesos), después de que un funcionario del Gobierno nacional hablara del recientemente inaugurado acueducto con pozo subterráneo de Magangué que costó 500 millones. “Si vale 400 millones, la Alcaldía los pone”, se comprometió. “Fírmelo” “Póngalo por escrito”, se oyó el eco de voces.
“Las cosas se están dando a cuentagotas”, dijo una mujer, su reclamo siendo avalado por una ola de aplausos.
Todos los funcionarios -nacionales, departamentales y municipales- admitieron que la lista de promesas incumplidas es larga, pese a que antes del retorno hubo una “mesa interinstitucional” en la que una decena de entidades se comprometieron a acompañar a los palmeros.
De la mayoría no hay rastro, evidenciando uno de las grandes escollos de los retornos de víctimas y campesinos despojados: la coordinación entre entidades no existe.
La Unidad de Víctimas, que lidera toda la política para las víctimas que el presidente Juan Manuel Santos convirtió en una de sus banderas, coordina el sistema nacional de 49 entidades -llamado Snariv en la jerga gubernamental- pero no tiene ninguna manera efectiva de jalarles las orejas cuando no cumplen con su parte de la Ley de Víctimas.
“Uno agarra una entidad y se le suelta la otra”, en palabras de Arturo Zea, el director de la territorial de la Unidad de Víctimas en Bolívar y ex defensor del pueblo en Cartagena, conocido también por ser el esposo de 'Mariamulata', la ex alcaldesa cartagenera Judith Pinedo.
El caso de Las Palmas también desnuda las dificultades para articular a las autoridades locales. Por ejemplo, según un funcionario nacional, muchas promesas no andan porque el gobernador Juan Carlos Gossaín nunca asiste a los comités de justicia transicional y, por lo tanto, las órdenes de los secretarios que lo reemplazan nunca llevan la fuerza política que tienen cuando las da su jefe.
Al final, el caso de Las Palmas muestra lo complejos que son los regresos de la Ley de Víctimas, pero también lanza un campanazo de alerta para el gobierno Santos sobre el tipo de acción coordinada e inversión estatal que requerirá aterrizar los acuerdos de La Habana en las regiones históricamente olvidadas.
Mientras tanto, los palmeros intentan como pueden encontrar soluciones a algunas de las dificultades de la vida en este rincón de Bolívar famoso por sus hamacas y sus gaiteros.
Ahora están muy ilusionados con un proyecto que les acaba de aprobar la Fundación Semana, que trabaja en la cercana vereda de El Salado -en el vecino Carmen de Bolívar- que también vivió una cruenta masacre paramilitar. Mientras la vía hasta San Jacinto sigue siendo destapada, 6,7 de los 23 kilómetros que separan a Las Palmas del cercano corregimiento de Bajo Grande será pavimentada con placahuella.
“Nosotros dejamos un árbol frondoso y lo encontramos sin hojas. Casi todo lo que se ha hecho es porque la misma gente lo está haciendo. Lo que pasa es que falta mucho porque todo es de más de un día”, dice Pedro Díaz, un palmero de 48 años que enseñaba administración de empresas en la Universidad de Cartagena y que ahora tiene una heladería allí.
Díaz, que fue uno de los fundadores del comité palmero de profesionales, sigue viviendo en Cartagena pero tiene ganas de volver más adelante.
Ya 'desmontó' cuatro hectáreas de la finca familiar a un kilómetro del pueblo, para sembrar patilla y melón apenas llegue la lluvia en un mes. Esa es la parcela donde su padre, un próspero comerciante palmero, cultivaba el tabaco negro que hizo tan famoso al vecino municipio del Carmen de Bolívar y se lo vendía a las tabacaleras de La Tayrona y La Espinosa que luego quebraron. Como dice Díaz, “el desplazamiento también arrasó con toda esa industria”.
Al lado del cementerio, Díaz se detiene en un lote. Solo un par de paredes permanecen en pie. En uno de los solitarios muros cuelga un papel. Es un aviso público notificando que la casa está en proceso de restitución de tierras y de que, una vez la fallen los jueces, volverá a manos de los campesinos que la reclaman. Es la vieja casa donde se criaron los trece hermanos Díaz y donde su madre tenía una tienda de abarrotes.
Es también una de las 401 solicitudes de restitución que hay en Las Palmas, un indicio de que el número de retornados -a los que el Gobierno tendría que apoyar- seguramente crecerá. 151 de ellas ya terminaron su proceso administrativo en la Unidad de Restitución y, como la de los 13 hermanos Díaz, están en manos de los jueces de tierras.
Solo uno de los Díaz, Idelfonsa, ha regresado definitivamente a Las Palmas. Pero su casa, que debería haberse beneficiado de uno de los subsidios al mejoramiento de vivienda que también fueron prometidos a los palmeros, tiene los muros agrietados, el techo endeble y la cocina hecha un tierrero. “Nosotros ya no somos los palmeros sino ‘los cinco meses’, porque todo siempre está a cinco meses y nunca llega”, dice su hermano Pedro.
Es por todo esto que Las Palmas, que ya no es el pueblo fantasma que fue durante más de una década, corre el riesgo de volver a ver a sus habitantes irse.
“Pero, ¿cómo volver? En Las Palmas no hay luz, no hay agua potable, la carretera es intransitable. No funcionan el colegio ni el centro de salud. ¿Cómo volver en esas condiciones?”, se preguntaba una palmera en octubre de 2012. Dos años y medio más tarde, hecho el retorno, sus palabras suenan como el presente.
Como dice Blanca Sierra, “si este es uno de los casos emblemáticos, entonces es un síntoma de cómo está la política de retornos de víctimas en el país”.
La pregunta es cuándo se cumplirán esas promesas y, de concretarse, si no será ya muy tarde para muchos retornados que piensan hacer sus maletas una segunda vez.