En los últimos días se han intensificado las alarmantes amenazas de grupos paramilitares a los líderes de Marcha Patriótica. Se suman al vergonzoso rosario de asesinatos de más de un centenar de activistas de la extrema izquierda que ha sucedido en los últimos meses bajo una indiferencia difusa por parte de muchos.
Hay quienes en Colombia consideran esos hechos como una respuesta necesaria o justificada para evitar la deriva hacia el “castro-chavismo”, lugar al cual los acuerdos de paz con las FARC y el ELN nos estarían llevando. Su postura, sin embargo, es altamente problemática por varias razones. Primero, mina el esfuerzo nacional que finalmente expuso a la nación y al mundo el marcado deterioro de las guerrillas, llevando finalmente a su derrota militar. Segundo, debilita la capacidad del Estado y de la sociedad de prevenir un giro hacia una posible inestabilidad y populismo de izquierda (la situación de Venezuela). Y finalmente, nos impide ver que la transición de Colombia requiere una nueva narrativa de país capaz de dar coherencia, después de la seguridad democrática, a la etapa del posacuerdo.
Es importante reconocer que las actuales negociaciones del fin del conflicto son consecuencia del éxito de la política de Seguridad Democrática. Una lucha contrainsurgente exitosa siempre llega al punto en que las inversiones marginales en ella empiezan a tener rendimientos decrecientes y la probabilidad de incurrir en errores y atrocidades se vuelve creciente, minando así la legitimidad de esa lucha y reduciendo de manera acelerada el retorno sobre las inversiones en ella. Por esa razón, no es necesario ser pacifista, liberal o de izquierda para reconocer que las negociaciones de paz, y una etapa de posacuerdo, constituyen casi siempre el último trecho necesario de cualquier estrategia contrainsurgente exitosa. Negociar la desmovilización final de las guerrillas, en consecuencia, no constituye traición, sino un mero acto de perseverancia y la expresión de un compromiso de concluir la tarea empezada. Hay una continuidad lógica y pragmática, en otras palabras, entre una respuesta militar y una respuesta política a la insurgencia. Es por eso que quienes han impulsado las negociaciones de paz en los últimos dos gobiernos han también liderado previamente la política de Seguridad Democrática desde el Ministerio de Defensa de Álvaro Uribe. El Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo, es el ejemplo más tangible.
Una vez reconocidas las continuidades entre la actual acción de gobierno y la Seguridad Democrática, sin embargo, es necesario resaltar también una importante discontinuidad. La Seguridad Democrática ofreció por casi una década una gran narrativa capaz de dar coherencia a las respuestas que el Estado y la sociedad colombiana le daban a un amplio espectro de amenazas y violaciones de derechos humanos relacionados con el conflicto armado. Ese marco hoy ya no sirve porque las amenazas del posacuerdo serán diferentes. Necesitamos otro marco.
Para evitar que la democracia colombiana se debilite con el acuerdo de La Habana o que caminemos en la dirección del bolivarianismo, durante la próxima década Colombia tendrá que enfrentar un reto mayúsculo: la transformación de actores no democráticos, tanto de izquierda como de derecha, en actores democráticos, y el tránsito de una sociedad plagada de antagonismos destructivos hacia una sociedad en la cual puedan desarrollarse agonismos productivos.
Esta nueva política de “Seducción Democrática” tendrá que darle coherencia a un esfuerzo generalizado desde los diferentes órganos del Estado, desde la sociedad civil, desde las universidades y, seguramente, desde las élites, dirigido a transformar radicalmente la visión que los colombianos tienen de sus adversarios, estén donde estén a lo largo del espectro político.
En un país en paz nuestros adversarios hacen necesariamente parte de nuestro futuro. Si queremos evitar derivas peligrosas, cada parte necesita asumir en serio la tarea de moldear a sus propios adversarios. Necesitamos establecer escenarios en los cuales podamos trabajar cerca de ellos, conocerlos mejor, y colaborar con ellos, creando así las oportunidades para que desde esos procesos de interacción puedan desarrollarse relaciones de mutuo respeto. Necesitamos entregarles los instrumentos para que logren ver los riesgos y peligros que nosotros vemos y para que puedan tomarlos en cuenta. Necesitamos identificar sistemáticamente sus falencias e invertir, si es necesario, en su formación. No más “cruzadas” en nuestro vocabulario político. Más bien, necesitamos aprender a construir sobre lo construido, aun cuando lo construyeron nuestros adversarios.
Ojalá en esta etapa histórica podamos encontrar líderes políticos, de medios, de la sociedad civil, e intelectuales, desde todos lados del espectro político, que puedan sumarse a una campaña nacional inspirada por el principio de “Mi adversario, mi futuro”. Ese principio, de hecho, constituye el pilar central de una necesaria política de Seducción Democrática.
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