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Con el glifosato a cuestas

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Por: Julián Wilches () Ex-Director de Política de Drogas del MinJusticia, y Daniel M. Rico Ex-Asesor de Política Antinarcóticos del MinDefensa

 

Como se ha informado en varios medios, el gobierno planea revivir las fumigaciones con glifosato. Esta vez, será utilizado con aspersores de espalda o “cacorros” como se les conoce en las labores del campo. ¿Será esta la decisión que nos llevará a bajarnos de la bicicleta estática a la que ha hecho referencia el presidente para hablar de la política de drogas, en la que se hace mucho esfuerzo pero no se avanza?

Aunque parezca una medida innovadora, la verdad es que esta estrategia fue descartada en el pasado (2009 y 2012) tras analizar sus altos riesgos y bajos impactos en la reducción de los cultivos ilícitos. ¿Qué sentido tiene implementarla ahora? Y, además, ¿Qué tan coherente es esta iniciativa con el liderazgo del presidente Santos y sus ministros a nivel internacional para solicitar nuevos enfoques para abordar el problema de las drogas?

La fumigación terrestre tiene varios argumentos en contra, que permiten dudar sobre la pertinencia de esta decisión. De hecho, frente a la “innovación” de incluir el glifosato en la erradicación manual, vale la pena recordar que en el pasado las pruebas de la fumigación terrestre dieron resultados que llevaron a abandonar esa idea, pues tenía muchas dificultades logísticas, representaba un alto riesgo toxicológico para los operadores y su resultado fue una baja tasa de eficiencia (tiempo-cobertura) que reduce el área de impacto del uso del químico y aumenta el riesgo de ataques de los grupos armados ilegales.

Además, la erradicación terrestre es la actividad antinarcóticos más peligrosa que se realiza en el mundo. Hay que recordar la tragedia humana que ya hemos vivido: casi 300 personas, entre civiles y fuerza pública, han perdido la vida, y más de 1.000 personas han sufrido heridas que han generado la amputación de alguna parte de su cuerpo. Quienes impulsan esta propuesta y quienes toman las decisiones no pueden ignorar, con indolencia, esta tragedia. Este solo registro debería servir para acabar la erradicación manual para siempre, o al menos cambiar de fondo su concepción actual.

Pero si los riesgos sobre la vida de nuestros policías y civiles erradicadores no son argumentos suficientes para rediseñar la erradicación manual y hacerla más estratégica e integral, existen entonces otros obstáculos técnicos, jurídicos y políticos que sumados deberían conducir a reconsiderar la idea de la aspersión terrestre.

Primero, la cantidad de agua que se requiere para hacer la mezcla del glifosato es enorme y su traslado a zonas distantes y escarpadas será una misión titánica. Segundo, los grupos móviles de erradicación requieren del apoyo logístico helicoportado de manera permanente, lo cual incrementa exponencialmente los costos de erradicación por hectárea. Tercero, es común que los policías que desarrollan esta actividad son los recién incorporados, con una formación de solo algunos de meses. Estos jóvenes son enviados a la boca del lobo sin el entrenamiento suficiente o sin el conocimiento de lo que les espera como parte de su servicio policial.

Es decir, las condiciones de seguridad obligarán a hacer operaciones “avispa”, de entrada por salida. La movilidad intensiva incrementará los costos y las tasas de fumigación serán bajas pues las áreas sembradas son pequeñas y no hay tiempo para desplazarse de un lote al otro. Además, las condiciones topográficas no facilitan esta labor. Es decir, hacer erradicación manual es hoy más costoso, más riesgoso y menos efectivo que hace doce años cuando se inició este programa.

De otro lado, la estrategia se concentra en el eslabón equivocado. La coca es fácilmente remplazable a bajo costo y los cultivadores no son actores armados organizados con intención de enfrentar al Estado, ni concentran grandes ganancias. Estos campesinos, que por elección propia o por presión de actores armados se dedican a cultivar coca, tienen altísimos niveles de Necesidades Básicas Insatisfechas, y sus ganancias son inferiores al 2% del total de la cadena de las drogas.

Cabe recordar, además, que entre el 2003 y el 2014 se erradicaron manualmente y se fumigaron 1.8 millones de hectáreas, para una reducción neta, en ese mismo periodo, de 14 mil hectáreas. Los resultados son muy pobres y los costos sociales, económicos, institucionales y ambientales son muy altos.

Más erradicación manual (con o sin glifosato) sin un control efectivo del territorio (del Estado como un todo), sin programas de desarrollo rural sólidos y viables, sin control de insumos y precursores, y sin combatir el lavado de activos y la corrupción local, genera siempre el mismo fenómeno: resiembra.

Es decir, con esta decisión el Estado colombiano no sólo deja de invertir en lo que tiene que invertir, como por ejemplo el desarrollo de esas comunidades en el campo colombiano y combatir la corrupción y el crimen organizado, sino que insiste en atacar el eslabón de la cadena donde tendrá menores resultados, como lo prueba la evidencia.

Otras estrategias, como la interdicción y la persecución de los recursos de estos negocios, son más eficientes para combatir a las organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico. Aunque es necesario identificar nuevos indicadores que midan el impacto de esto, vale la pena mencionar, por ejemplo, que en el 2015 se batió el record de incautaciones de cocaína, pese a lo cual los cultivos de coca aumentaron.

El aspecto jurídico tampoco es un asunto menor, pues hay demandas contra el Estado colombiano, por cuenta del programa de aspersión aérea, por un valor que supera los 1,3 billones de pesos. Con esta decisión se traslada el riesgo jurídico de un lado para otro, pero no se reduce. La fumigación terrestre también tendrá que superar los mismos riesgos jurídicos de la aspersión aérea.

Al respecto, en mayo del 2015 el Consejo Nacional de Estupefacientes decidió suspender la fumigación con glifosato en aplicación del principio de precaución, que en castellano quiere decir que debido a la ausencia de certeza científica sobre los efectos no-dañinos del glifosato, esta actividad debía ser suspendida. En este sentido, la decisión de la fumigación terrestre deberá justificar que en este caso no se aplique el mismo principio de precaución, lo cual parece un problema mayúsculo dado que en este contexto operacional la exposición al químico es muchísimo mayor (40 horas a la semana por operario), por lo tanto, esta justificación jurídica será difícil de sustentar a la luz de la evidencia.

En la eventualidad de que los obstáculos anteriores fueran superados, ¿Qué tanto se reducirían los cultivos de coca? Poco o muy poco. La erradicación manual solo logra cubrir una fracción marginal de los cultivos ilícitos (una quinta parte en el mejor de los casos), los grupos móviles de erradicación son cada vez menos y más lentos en su operación, dado que la distancia entre cultivos ha aumentado y el tamaño de los mismos se ha reducido. Además, pruebas pilotos del 2009 señalaron que la eficiencia del proceso es tan solo del 20% al 30% en la tasa de mortalidad de las plantas. En contexto, el esfuerzo de la aspersión terrestre tendría que ser gigantesco (veinte veces la capacidad actual) para lograr contrarrestar el aumento de la coca en los últimos años. Es decir, la escala del problema y la escala de la solución tienen dos órdenes de magnitud muy diferentes.

Además de estas y otras dificultades que enfrenta la fumigación terrestre, sería muy bueno conocer las proyecciones de esta nueva estrategia: ¿En cuánto tiempo se alcanzará qué meta? ¿Cuál va a ser el impacto en la reducción del narcotráfico, la violencia y la corrupción? ¿Cómo se va a generar desarrollo en los territorios con coca? ¿Cuánto va a costar esta nueva estrategia, por cuánto tiempo y quién va a pagarla? ¿Cuál es la proyección de pérdida de vidas humanas? ¿Cuál será el rol de los entes territoriales? ¿Cómo se va a reaccionar frente a los bloqueos campesinos que ya se preparan en Catatumbo y otras regiones?

Estas preguntas hay que contestarlas, como en cualquier iniciativa de política pública. En todo caso, si se toma la decisión de avanzar con la aspersión terrestre, se deben diseñar unos muy buenos protocolos de seguimiento y evaluación, que sean operados por una entidad independiente, que permitan conocer si se están alcanzando las metas propuestas en los tiempos esperados, con los costos estimados.

Finalmente, hay que decir que la decisión de la fumigación terrestre no se alinea con los enfoques de Derechos Humanos y la salud pública que han promovido el presidente Santos y varios de sus ministros en el nivel internacional, inclusive en la Asamblea de Naciones Unidas de hace unas semanas.

En este contexto, la conclusión parece ser que la aspersión terrestre es indolente con el riesgo humano que conlleva para los operarios, operativamente inviable, técnicamente contraevidente, jurídicamente riesgosa y políticamente incoherente. Es decir, a comprar nuevo sillín, porque tendremos bicicleta estática para rato.

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