En las sociedades abiertas, donde las libertades tienen valor y los ciudadanos se activan para defenderlas apasionadamente, las universidades son los lugares donde las democracias despliegan sus sistemas de alerta temprana frente a la propagación de prácticas totalitarias, unas evidentes y otras, las más peligrosas, mucho más sutiles. También, cuando esas prácticas logran superar todas las líneas de defensa que las sociedades libres predisponen en contra de ellas, las democracias han siempre podido contar con que las universidades servirán como reservorio extremo de capacidades, de energías y de espíritu de servicio al interés público para escavar las últimas trincheras en defensa de la sociedad abierta.
Cuando en una de las más importantes universidades de Colombia esos mecanismos de alerta temprana empiezan a fallar, y cuando ese reservorio da señales de que podría estar secándose, entonces los colombianos tendrían que despertar y preocuparse: las condiciones que posibilitan esas fallas no son un problema exclusivo e interno de esa universidad. Al contrario, indican una incapacidad más sistémica por parte de las instituciones del Estado (y de la sociedad civil) de responder frente a esas señales y, en últimas, de reparar aquellas líneas de defensa de la sociedad abierta que podrían estar debilitándose o haberse ya debilitado en el país. Es como si el Estado y la sociedad civil fueran una empresa hidroeléctrica y sus ingenieros de mantenimiento fueran incapaces de detectar las grietas que se abren en la presa y no pudieran interpretar cómo esa grietas se conectan las unas con las otras potenciándose y poniendo en peligro los pobladores del valle.
La semana pasada pasó algo en la Universidad Nacional de Colombia que normalmente no sería motivo de análisis en la prensa pero que puede darnos el pulso del estado de la sociedad abierta en Colombia y de la escasa preparación del país frente a unos desafíos mayúsculos que conllevará la nueva etapa de posacuerdos.
El miércoles de la pasada semana la Facultad de Ciencias Humanas celebró sus 50 años y homenajeó a docentes, pensionados y egresados. Entre ellos se le otorgó una distinción a Miguel Ángel Beltrán, quien estuvo vinculado al Departamento de Sociología hasta septiembre de 2014, cuando fue destituido de su cargo por orden del Procurador General, y sucesivamente, en diciembre del mismo año, fue condenado por el Tribunal Superior de Bogotá por rebelión a 100 meses de cárcel.
Treinta y dos profesores de la Facultad de Ciencias Humanas, entre los cuales el suscrito, otros 7 profesores activos del departamento de sociología y uno jubilado, Fernando Cubides, distinguido violentólogo colombiano, han firmado una carta abierta objetando a ese reconocimiento a Beltrán (https://es.scribd.com/doc/313963099/Carta-Abierta-de-32-Profesores-de-la...).
Las razones fueron dos. Primero, presentarlo como “docente activo” en el aniversario de la Facultad de Ciencias Humanas más grande del país le daría una señal equivocada al resto de la sociedad de que la UNAL y su comunidad se pasan por alto al estado de derecho y acuden a él solo cuando les parece (a algunos). Segundo, la decisión sobre las distinciones académicas hubiera tenido que pasar por las diferentes comunidades académicas de la Facultad, sobre todo en aquellos casos en que la comunidad está profundamente dividida sobre el aporte que un investigador pueda haber hecho a su disciplina o a su campo de investigación.
Sobre Beltrán sus mismos simpatizantes reconocen que la comunidad académica está dividida. Por ejemplo, Renán Vega Cantor, profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional, columnista en Rebelion.org, y quizás el más irrestricto defensor de la causa de Beltrán, se quejó el 31 de diciembre de 2014 en una columna en Rebelion.org de que ninguno de los “violentólogos y pazólogos” de la UNAL hubiesen apoyado a Beltrán en su lucha en contra de la decisión del Procurador Ordoñez. Esta acusación es bastante sugerente. De hecho, la movilización en la Universidad Nacional a favor de Beltrán reivindicó con insistencia que el Procurador lo había perseguido por su destacada investigación científica sobre la violencia en Colombia y no, como explicaba la decisión del Procurador, por haber encontrado el fragmento de una email atribuible a Beltrán en una USB cargada por él en el momento de su arresto en la cual Beltrán le pedía instrucciones a Raúl Reyes, comandante de las FARC, sobre cómo adelantar la agenda de las FARC en la UNAL. Esta incongruencia ha sido reconocida por el mismo Rodrigo Uprimny con la honestidad intelectual que siempre lo caracteriza en un programa radial de UN Radio dedicado al caso.
Las reacciones en la Universidad a la carta abierta nos muestran que los mecanismos de funcionamiento de la sociedad abierta en la Universidad Nacional están debilitados. Veamos.
La Decanatura de la Facultad de Ciencias Humanas se justificó argumentando que la distinción a Beltrán fue otorgada en calidad de “egresado” y no de “docente activo”. Añadió también que la comunicación oficial a la comunidad circulada antes de la ceremonia de premiación hizo mención a Beltrán como “docente activo” por un simple error secretarial de transcripción. Entre los docentes distinguidos en la ceremonia de premiación, sin embargo, hay quien afirma con vehemencia que durante el evento Beltrán fue presentado en la sección de homenaje a los docentes activos, incitando a brazos tendidos el aplauso de pie por parte del público, y hay también quien afirma que no lo vio incluido durante esa ceremonia en la sección de los homenajes a los egresados.
Solamente el video, ojala intacto, del evento podrá dirimir esta incongruencia. Queda, por el momento, la duda de si efectivamente la celebración de los 50 años de la Facultad de Ciencias Humanas más grande del país se desvió de su propósito oficial y académico, terminando en la imposición de un acto político en desafío a la institucionalidad del Estado y en desprecio de, o en la total indiferencia hacia, la opinión de quienes en la Universidad se resisten a la imposición de plataformas políticas e ideológicas específicas sobre el resto de la comunidad.
Por haber sentado abiertamente y de manera argumentada su postura, los 32 firmantes han sido señalados como “canallas”, “burros”, “ruines”, “odiosos”, “mezquinos”, y “elitistas”. Dice uno de los firmantes: “Estos son los términos que nos atribuyen, exaltados, varios colegas. Según ellos, la carta suscrita por nosotros, sin adjetivos ni insultos, llama al conflicto y a la guerra, mientras que sus respuestas, exaltadas, llaman al perdón y al tono que queremos para el postconflicto.”
Este caso abre unas preguntas inquietantes. Si el Estado y la sociedad civil no pueden garantizar libertad y pluralismo, al menos sobre ciertos temas, en una institución que estaría ahí para cuidar los ideales de la sociedad abierta, y si no tienen capacidades suficientes para activarse y responder de manera sistemática y coordinada cada vez que eso ocurre, ¿cómo podrá en los próximos años el Estado colombiano hacerlo en situaciones muchos menos favorables, como por ejemplo en relación a las juntas de acción comunal u a organizaciones sociales de base, otro punto neurálgico en la vida democrática del país, sobre todo en aquellos contextos territoriales en donde la sociedad abierta nunca ha llegado o ha sido permanentemente subyugada por las prácticas totalitarias de los paramilitares, de las guerrillas y de las nuevas organizaciones criminales así como por las lógicas crueles de la guerra?