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Dejen ya de regalar notas

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Sorpréndase usted, pero las comisiones de evaluación y promoción de la inmensa mayoría de los colegios de Colombia afirman, en documentos de carácter legal, que la mayoría de bachilleres Colombianos no sólo han visto cálculo diferencial, sino que dominan sus fundamentos. Será por eso que tenemos esa cantidad de estudiantes de ingeniería en las universidades, que superan con altísimas tasas de éxito los cursos introductorios de cálculo diferencial. No sobra decir que estoy siendo irónico. No sobra decirlo porque en los mismos documentos en que los colegios afirman que los estudiantes saben cálculo, también afirman que esos estudiantes saben leer y escribir textos argumentativos y son capaces de inferir significados implícitos en los textos.

 

Debe resultar muy decepcionante para un estudiante de un colegio, público o privado, ser catalogado durante toda su trayectoria académica como el mejor, pasar a izar bandera todos los años, y luego lograr un examen de estado magro e insuficiente para ingresar a la universidad de sus sueños. De qué sirvió tanto esto estudio, y sobre todo, que falsos esos reconocimientos. Qué falsos esos “sobresaliente”, esas medallas, esos diplomas. Qué falsas esas notas.

 

Ha hecho carrera entre algunos docentes que los estudiantes no deben estudiar por las notas, como si ganarse las notas fuera una trivialidad sin sentido. Se olvidan los adherentes a esta visión despreocupada y pintoresca de la evaluación en los colegios, que las notas no son simples apreciaciones arbitrarias  y ligeras sobre el nivel de logro de los estudiantes. Las notas finalmente, sustentan documentos legales que certifican la competencia de los estudiantes en habilidades importantes para la vida diaria de cualquier aspirante a la movilidad social, como saber hacer cuentas y leer.  Una nota falsa no es una ligereza. Una nota falsa y su posterior legalización en certificados es una distorsión grave de la verdad. Es decir que alguien que no sabe leer sí sabe, o que alguien sabe cálculo cuando en realidad no tiene la más mínima idea. Las notas en particular,  y la evaluación del aprendizaje en general son temas tremendamente incomprendidos por muchos docentes. Muchos creen que las notas son números, y creen que en ellas existen décimas y centésimas con significados reales, y se arman trifulcas porque 2.94 es 2.9 y no es 3.0, como si los profesores al calificar tuvieran de verdad 100 criterios o mil para distinguir entre un estudiante con una nota o con la otra. Muchas injusticias se han cometido en nombre de décimas y centésimas que son imaginarias cuando no se sustentan en criterios de evaluación reales, y hay gente que cree que calificar con letras es más cualitativo y benévolo que hacerlo con números. En Bogotá, cuando el decreto 1290 empezó a regir en reemplazo del 230, ocurrió que la mitad de los estudiantes de los colegios públicos en Bogotá iba perdiendo el año a mitad de año. Pero tranquilos, la mayoría pasó, evidentemente.

 

Si la situación es grave en los colegios no lo es menos en las universidades, en las que los fenómenos de inflación de notas han sido ampliamente documentados. A los profesores les da miedo poner menos de 4.0, nota que parece ser un derecho ganado por los estudiantes por el simple hecho de existir. Las notas altas además, son un seguro de tranquilidad. Con notas altas los profesores no tienen que soportar el desgastante proceso de atender reclamos de estudiantes envalentonados por años de notas infladas, que acosan como ladillas a sus profesores hasta que obtienen la décima que necesitan.

 

La ausencia de criterios de evaluación claros y la construcción de matrices de evaluación defectuosas en las que lo excepcional se confunde con el mínimo aprobatorio son el origen de una situación en la que las notas por debajo de 3.5, sencillamente no se usan. Y muy bueno que no se usen, pero si todo el mundo hubiera aprendido. Hay profesores en universidades y colegios que podrían malinterpretar estas reflexiones como un llamado al restablecimiento de su divino derecho a rajar a sus estudiantes y a emboscarlos con evaluaciones cascareras sin anunciar. Pero no es ese el punto. El punto es entender que detrás de cada nota debería existir una combinación de criterios públicos y explícitos de aprendizaje. 

 

No sólo la incomprensión sobre lo que significa evaluar y calificar el desempeño de los estudiantes ha contribuido a la trivialización de las notas. Visiones sobre los currículos carentes relevancia social y contacto con la realidad son bastante comunes. Hay que ver la lista de contenidos decimonónica que se espera que los bachilleres colombianos dominen al final de su vida escolar. Saben cálculo, química orgánica e inorgánica, mecánica cuántica, literatura universal, escritura de ensayos, filosofía, estadística, economía y convivencia. Al absurdo de estos currículos se les suman las costumbres culturales de algunos colegios en los que las pérdidas de logros de fin de año son arregladas a las patadas con procesos de nivelación en los que familias, estudiantes y colegios se echan el cuento, y se lo creen para terminar el año sin problemas, que aquello que no se pudo aprender en un año, mágicamente se aprendió en las dos semanas finales del año.

Aprender y sacarse buenas notas no deberían ser opciones excluyentes. Una cosa no debería ocurrir sin la otra. Puede ocurrir claro, cuando las notas se regalan por trivialidades, por evitarse problemas con las familias o con los rectores, o por aspectos estructurales más complejos asociados a la forma como están pensandos los colegios y las universidades. 

En cualquier escenario, es hora de tomarse las notas en serio. Los damnificados de las notas regaladas o asignadas a la ligera son no sólo los estudiantes, sino tambien los docentes cuyo criterio profesional se ve debilitado.

 

@JorgeMahecha


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