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Para todo lo demás, existe Master Card

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Por Leopoldo Fergusson (@LeopoldoTweets)

 

El pasado 29 de enero recibimos en la Universidad de los Andes a Michael Sandel, quien se ha hecho famoso por su curso “Justice”, uno de los “más populares en la historia de Harvard”. Más recientemente, se dirigió directamente a los economistas con su libro Lo que el dinero no puede comprar: los límites morales del mercado (What Money Can´t Buy: The Moral Limits of Markets). Pueden encontrar un resumen de sus argumentos acá, y su presentación en Los Andes también está disponible online.

La visita de Sandel enriqueció un debate que, pese a la persistencia de algunos prejuicios desinformados (como éste y éste), nos ocupa en la Facultad de Economía de Los Andes desde hace tiempo. Su invitación a que los economistas nos involucremos más directamente con la filosofía política e incorporemos el discernimiento ético como uno de los componentes fundamentales en la enseñanza de la economía está en perfecta sintonía con esfuerzos que venimos promoviendo desde adentro. 

El argumento de Sandel (desarrollado a partir de una serie de ejemplos muy sugestivos) es que, si bien los mercados son un mecanismo fenomenal para organizar muchos aspectos de la sociedad, poco a poco muchas sociedades han transitado de ser “economías de mercado” a convertirse “sociedades de mercado”. Los mercados han invadido esferas en las que no es conveniente dejar la asignación de recursos a las leyes de oferta y demanda. Habría que actualizar el conocido comercial de Master Card y decir que “Hay pocas cosas que el dinero no puede comprar, para todo lo demás…”.

La crítica a los mercados de Sandel se puede dividir en dos grandes categorías. La primera es una preocupación por la desigualdad, por dos motivos principales. Primero, un atractivo moral de los mercados (el hecho de que las partes acuerdan, voluntariamente, el intercambio) puede violarse en presencia de desigualdad. ¿Es realmente voluntaria, por ejemplo, la decisión de una mujer de entrar en la prostitución, o de un joven de entrar a un ejército profesional, cuando tienen pocas alternativas de ingresos? Segundo, los mercados no corrigen, y con frecuencia exacerban, las desigualdades que encuentran. En estos casos, por lo tanto, también habría que limitar el papel del mercado. Estos problemas los podemos reconocer fácilmente, y en economía hay abundantes ejemplos de teorías que destacan, precisamente, estas consecuencias de los mercados. Sandel no los reconoce suficientemente, y en su argumentación cae en el error de simplificar enormemente la visión de los economistas, algo que Tim Besley mostró con mucho cuidado en una excelente reseña del libro.

Pero esta primera crítica sustentada en la desigualdad no es la que más enfatiza Sandel. La segunda crítica, la esencia de su argumento, es que los mercados pueden cambiar la naturaleza de los bienes transados. Los mercados no son “neutrales en valores”. Muchos de los ejemplos de Sandel son dicientes y persuasivos: comprar un amigo, por ejemplo, simplemente “no funciona”.  Un amigo comprado no es lo mismo que un “verdadero” amigo. El mercado puede corromper lo que toca. Así, dice Sandel: cuando pensamos en la compra y venta de niños no sólo nos oponemos porque los padres muy pobres podrían, en una situación desesperada, vender a sus hijos (el argumento de la justicia o la desigualdad). También nos podemos oponer porque ponerle un precio a un niño lo convierte en un objeto, atenta contra su dignidad y erosiona la norma social de amor incondicional de los padres hacia sus hijos (el argumento de la corrupción).

Con esto en mente Sandel pregunta: ¿Debe permitirse que los individuos compren el lugar en la fila que otros han hecho pacientemente, como por ejemplo las filas para oír  una audiencia legislativa, o aquellas para acceder a una cita médica? ¿Se deberían crear mercados de cuotas para refugiados (tal que todos los países tuviesen la obligación de albergar a cierto número de refugiados, pero con la oportunidad de vender y comprar estas cuotas según la cantidad de refugiados que quieren recibir)? ¿Está bien pagar por el derecho a matar un león marino? ¿Se debe permitir el comercio de órganos humanos? ¿Qué tal un mercado por derechos reproductivos?

Con cada uno de sus ejemplos, Sandel hace un gran trabajo al provocar la reflexión. Infortunadamente, Sandel es menos bueno en tres cosas.

La primera, que señaló acertadamente Alberto Carrasquilla en sus comentarios en el evento de Los Andes, es que ofrece pocas alternativas prácticas para determinar qué hacer en aquellos casos en los que, si bien el mercado genera problemas en la asignación de recursos, se deben encontrar alternativas que funcionen. El asunto es similar a la siguiente encrucijada en la que nos encontramos en Colombia, y en muchos países, en el tema de la salud. Se oye decir con ahínco a los médicos que “la salud no es un negocio”. Pero, caricaturizando, cuando se entra a discutir una reforma al sistema de salud con los sectores involucrados, médicos incluidos, todos hablan de plata.  Este tipo de frustración práctica es evidente, por ejemplo, en una reciente entrevista de nuestro Ministro de Salud, Alejandro Gaviria: “Uno no puede hacer demagogia, por eso odio tanto esa frase de que ‘la salud no es un negocio’, porque soslaya una complejidad. El asunto no es que la salud no es un negocio; la pregunta es cómo hacemos compatible el negocio con el bienestar general”.

La segunda limitación, que posiblemente causa la anterior, es que del análisis de sus ejemplos Sandel extrae pocas enseñanzas generales. En particular, ¿qué tipo de consideraciones deben tenerse en cuenta para poder identificar cuándo la intervención del mercado “corrompe” y cuándo no? Hace falta, en suma, una teoría. Sandel sólo dice que los economistas estamos especialmente mal dotados para contestar esta pregunta. Sin duda debemos aprender mucho de los filósofos, pero la afirmación es curiosa por dos razones. La primera, como ya indiqué atrás, es que como se lo recordó Besley (y mi colega Jimena Hurtado, en el evento de Los Andes) desde al menos Adam Smith los economistas se han tomado muy en serio estos asuntos. La segunda, es que de las diferentes manifestaciones del efecto “corruptor” del mercado expuestas por Sandel, la más concreta de todas es una bien identificada por economistas: los incentivos financieros y otros mecanismos de mercado pueden resultar contraproducentes cuando desplazan incentivos intrínsecos y “normas sociales”. Un ejemplo famoso es el estudio de Gneezy y Rustichini (2000a), en el que centros de cuidado para niños en Israel introdujeron multas a los padres que llegaban tarde a recoger a sus hijos. En lugar de reducirse el problema, se exacerbó: la culpa por hacer esperar a los maestros se sustituyó por la multa, al punto que los padres llegaron aún más tarde. En otro estudio, los mismos autores (Gneezy y Rustichini, 2000b) encontraron un efecto similar al introducir incentivos monetarios para estudiantes que debían buscar donaciones con fines caritativos: los estudiantes que recibían un bono monetario por trabajar en la colecta consiguieron menos donaciones que aquellos que no lo recibieron.

Para ser justos, Sandel reconoce estos aportes de los economistas, y su crítica en este caso es que nuestras herramientas de análisis son insuficientes para establecer la moralidad de los mercados. Evadimos la pregunta por la “virtud”, y reducimos la decisión de permitir o no el mercado a una pregunta por la eficiencia: de hecho, en el segundo estudio los autores concluyen que “se debe pagar suficiente, o no pagar en absoluto”. Sandel sugiere en cambio que, más allá de que el incentivo sea o no costo-efectivo, no estaría bien ofrecer dinero en casos como este. ¿Por qué? Es más difícil encontrar una respuesta clara a esta pregunta en el texto de Sandel.

Finalmente, el tercer aspecto en el que falla Sandel (¡y en esto sí que parece economista!) es que por defender su punto transmite una imagen muy sesgada del mercado. Ya mis colegas Álvarez y Hurtado señalaron que le atribuye más poder del que tiene. Pero hay algo más. No sólo considero oportuno sino acertado el punto sobre los límites del mercado y su capacidad de corromper. Pero así como el mercado degrada y corrompe algunos bienes, también dignifica y valoriza muchos otros. Por ejemplo, ¿degrada o dignifica el arte? Seguramente se puede argumentar en los dos sentidos (échenle una mirada a esta columna de Lucas Ospina, o a varias de sus entradas en su blog de La Silla).  Por mi parte, creo que con el arte los mercados hacen las dos cosas. Pero los dejo con lo que dice Mark Twain:

“Write without pay until someone offers pay. If nobody offers within three years, the candidate may look upon this as a sign that sawing wood is what he was intended for.”

 

Referencias

 

Besley, Timothy. 2013. "What's the Good of the Market? An Essay on Michael Sandel's What Money Can't Buy." Journal of Economic Literature, 51(2): 478-95.

Gneezy, Uri, and Aldo Rustichini. 2000a. “A Fine is a Price.” Journal of Legal Studies 29(1): 1–17.

Gneezy, Uri, and Aldo Rustichini. 2000b. “Pay Enough or Don’t Pay at All.” Quarterly Journal of Economics 15(3): 791–810.

Sandel, Michael J., 2012. What Money Can't Buy: The Moral Limits of Markets,New York: Macmillan.

Sandel, Michael J. 2013. "Market Reasoning as Moral Reasoning: Why Economists Should Re-engage with Political Philosophy." Journal of Economic Perspectives, 27(4): 121-40.


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