Esta columna fue hecha con el apoyo de Joan López, investigador de Fundación Karisma.
Hace poco, el Ministerio de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (MinTIC) presentó para comentarios su "proyecto de resolución sobre Ciudades Inteligentes". Después de una detenida lectura, me pregunté si lo que leía era una política pública o un manual de IBM.
Lo smart nació como una excelente estrategia de mercadeo, en la que los gigantes tecnológicos empezaron a ofrecer una serie de productos conectados a internet que llamaron smart (o inteligente). Fue un negocio redondo en donde la gente se muere por comprar cosas conectadas a internet y probar estos gadgets (dispositivos chéveres). A su vez, esto permite a las empresas recopilar los datos de la vida diaria de las personas y analizarlos para venderlos mejor.
Así fue como nació el concepto de Internet de las Cosas, en el que todos los dispositivos smart trabajan juntos para saber cosas que ni sabías (o necesitabas saber) sobre ti.
Hacia 2008, la multinacional IBM comenzó a promocionar su sueño de ciudades totalmente conectadas a internet que tendrían servicios provistos por ellos para luego recoger y analizar esos datos que servirían para alimentar el proceso de toma de decisiones de política pública y, de paso, les permitía ver cómo obtener mejores ganancias.
Sin embargo, después de 10 años, la realidad es que no estamos ni cerca de conectar una ciudad completa y lo que vemos es facturas impagables a empresas que hacen plata monitoreando a la ciudadanía; estados que persiguen "inteligentemente" a la oposición; empresas dueñas de ciudades y funcionarios que solo saben que "algo está conectado a internet" para confiar ciegamente en el solucionismo tecnológico.
En este contexto, aparece nuestro MinTIC como quien se engolosina con el gadget de moda y se obstina en comprarlo aunque no haya hecho las cuentas de la casa y priorizado el gasto.
En 2015, el MinTIC, con su renovación del Manual de Estrategia de Gobierno en Línea, quiso convertirse en orientador de la política pública para el uso estratégico de la tecnología por parte del sector público.
Sin embargo, cuando todos esperábamos un documento de política pública, tipo CONPES, el MinTIC no expidió más que un decreto con una serie de definiciones como sacadas de la inducción de nuevos empleados en alguna de las empresas que ofrecen soluciones para ciudades inteligentes.
Según el MinTIC, necesitamos un smart environment (ambiente inteligente) con sensores en cada esquina de la ciudad para medir la calidad del aire, del ruido, el consumo de agua y luz.
Bajo esta lógica, las ciudades necesitan formar smart people (personas inteligentes), que usen su celular para todo y que hagan crowdfunding (o vacas en línea) para solucionar los problemas de la ciudad.
La smart mobility (movilidad inteligente) también proveerá de zonas Wifi en el sistema de transporte para que, ni siquiera en esos tiempos muertos, dejen de conectarse.
Se supone que estas facilidades apuntan a la garantía de esa smart living (vida inteligente) que ofrezca, entre otros, servicios de teleconsulta, telediagnóstico y teleasistencia.
Todas estas definiciones –que ni siquiera juntas conforman una política pública como lo pretende el MinTIC– tienen poco sentido en las actuales condiciones del país por las siguientes razones:
1. Dejaría por fuera a la mayoría de colombianos
Si tenemos en cuenta que el índice de penetración en Bogotá –el mejor escenario del país– de suscriptores de internet fijo es de 22,24 por ciento y que tiene un 69 por ciento de conexiones de gente conectada a Internet, el panorama no parece muy alentador para lo smart.
Adicionalmente, observamos más barreras asociadas con el acceso a dispositivos “inteligentes”: en 2016, solo el 44 por ciento de la población en Bogotá tenía un móvil inteligente, 44 por ciento tenía un portátil, 36 por ciento un computador de escritorio y 26 por ciento tenía una tableta.
2. Es demasiado costoso
A pesar de que el MinTIC quiera vender la idea de que “las ciudades inteligentes son aquí y ahora”, la realidad es que estos sistemas informáticos no dejan de ser versiones de prueba.
En ese sentido, hablar de los grandes beneficios que traen estos costosos sistemas resulta poco realista. Es decir, es muy difícil predecir qué efecto tendrán los semáforos inteligentes y los postes de luz inteligentes en una ciudad como Bogotá sumamente congestionada, con graves problemas estructurales en su transporte público y su inequidad en infraestructuras de transporte.
Y es que los costos no son menores, incluso para ciudades con presupuestos monumentales.
Por ejemplo, en 2016, Columbus en EEUU arrancó con un proyecto de uso de tecnologías en todo el sistema de transporte con 40 millones de dólares del presupuesto federal.
Un año más tarde el costo pasó a ser 500 millones financiados en alianza con privados. Kansas y Pittsburg han gastado 30 millones de dólares en semáforos inteligentes (que se acomodan al tráfico y recogen los datos de las personas).
Es que no solo se trata del costo asociado a este tipo de sensores. El gasto público en la infraestructura que almacena esta información es igualmente extravagante y ni hablar de lo que cuesta tener sistemas que sean capaces de analizar toda esa cantidad de datos.
No hay comparación entre los costos en los que incurre una compañía que incluye sensores en sus oficinas con lo que costaría un sistema así en las ciudades.
3. Son un riesgo para la intimidad de las personas
En el mundo, estos sistemas se prestan para todo tipo de rastreos.
En ciudades como Londres, las empresas encargadas de las basuras inteligentes dirigen publicidades personalizadas a las personas que pasan cerca.
En Portland, EE.UU., los semáforos inteligentes pueden recolectar masivamente los datos de los vehículos sin que se haya dado un debate público sobre los efectos indeseados de posibles usos abusivos que, de otra parte, se antojan bastante fáciles de hacer.
En Singapur, el Gobierno vigila la localización de cada dueño de un automóvil con su dirección y velocidad. Así mismo, cuentan con medidores inteligentes que identifican el gasto por cada casa, lo que permite individualizar a quienes residen en ellas.
En Yakarta, Indonesia, tienen un sistema para que las personas presenten informes sobre las problemáticas de la ciudad. Sin embargo, varias personas mal intencionadas han enviado informes falsos y algunos políticos han usado el sistema para crear una mala imagen sobre cierta población.
En Río de Janeiro, el centro de operaciones construido con el apoyo de IBM ha sido utilizado para la vigilancia de espacios públicos con el fin de reprimir protestas.
También en Davao, Filipinas, el centro de operaciones (diseñado por IBM) que se encarga de los sistemas de vigilancia se podría usar para abusar de la vigilancia policial y perseguir a la oposición. Esto teniendo en cuenta el largo historial de abuso a los Derechos Humanos del gobierno de Duterte, que incluye represiones a la disidencia, ataques a la prensa y ejecuciones extrajudiciales.
4. Aumenta la inequidad
La dependencia de la planeación urbana en las TIC termina aumentando la inequidad.
Es decir, los sistemas informáticos están diseñados para aumentar la eficiencia con la información que tienen disponible, pero no para ser democráticos y equitativos.
Por esto, como las zonas ricas de las ciudades suelen ser las que tienen mejor infraestructura, las soluciones smart para informar y ofrecer respuestas de política pública terminan centrando sus esfuerzos en las zonas con más información ampliando la inequidad.
5. Las ciudades dependerían de las empresa
Si bien el documento del MinTIC no sobresale como guía de la política pública, sí es evidente que su eje es privatizar.
El MinTIC quiere ser el "evangelizador de la economía digital". Considera que la economía digital es la generadora de bienestar social en las ciudades, y que por eso, las ciudades inteligentes colombianas no necesitan regulaciones. El Estado debe ofrecerles un "nicho de negocio" a las empresas y, por qué no, ponerlas directamente a proveer los servicios a la ciudadanía.
El problema de base en esta propuesta es que una ciudad inteligente es una ciudad dependiente.
En un reciente artículo de The Guardian, se mostró cómo las ciudades holandesas han estado dependiendo de privados para poner en práctica proyectos de “ciudades inteligentes”.
En el texto se explica que los funcionarios públicos solo pudieron responder preguntas sobre 5 de los 22 proyectos en marcha, argumentando que no conocen su funcionamiento.
Así mismo, la compañía CityTec, encargada de los parqueaderos, los semáforos y los postes de luz se niega a compartir los datos recogidos con las municipalidades argumentando que son los dueños de estos datos y que no quiere compartir esta información por razones competitivas.
En otras palabras, las empresas ponen los términos del servicio. Así, la provisión de lo público queda dependiente de los intereses de las corporaciones y de sus modelos de negocio.
Aquí no es como cuando nos aburrimos de nuestro proovedor de internet o de correo electrónico y lo cambiamos. Una vez concesionado, y mientras la concesión dure, ellos “son” los que proveen el servicio y tiene el poder de los datos que se generan en esa relación.
Adicionalmente, ya ha sucedido que empresas encargadas de servicios públicos abandonan el negocio cuando aparecen nuevas situaciones que generan pérdidas, como pasó en Reino Unido.
En conclusión, una política pública de ciudades inteligentes sería la que propone una ciudad sin desigualdad, sin violencia, con transporte público funcional, que proteja el medio ambiente y con oportunidades para todas las personas. Proponer el uso de la tecnología debe tener ese propósito. Lo contrario es un catálogo de gadgets que se mercadean para provocar a los consumidores, quienes querrán endeudarse para tenerlos, incluso si no los necesitan.